Eslabones del mundo andino

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Para regular los precios de estos semovientes y frenar su alza, en 1602 el cabildo puso en subasta la provisión de carneros para la ciudad, la cual se extendería por un año. Para atraer a los posibles candidatos, el ayuntamiento prometió exceptuar al obligado del pago de derechos por el uso de los ejidos. Pero al parecer estos esfuerzos resultaron ineficaces puesto que nadie se presentó y este tipo de medidas tampoco calaron a lo largo de aquella centuria. Así que esta penuria, que no era más que uno de los tantos efectos económicos de arrastre provocados por el dinamismo de la economía peruana en tales años, fue paliada transitoriamente por el cabildo quiteño conminando a los tratantes de cabras de la región a pesar estos animales semanalmente en las carnicerías locales, bajo la pena para los inobedientes de no poder acceder ni hacer uso de la mano de obra mitaya que requerían para sus actividades productivas.118 Aquella carestía de cabras y carneros también fue remediada por el ayuntamiento al permitir cada vez más la entrada a sus rastros de ganados mayores provenientes de la provincia de Popayán y otros términos de la audiencia.

Un papel secundario (pero no marginal) tenían en el mercado de Quito las reses y los cerdos, cuyo consumo se destinaba a las personas de mayor capacidad adquisitiva pues el precio de la arroba de carne de estos ungulados, cotizada hasta finales del siglo XVII a dos reales, era mayor en los rastros y carnicerías locales oficiales. La carne de ternera, cuyo importe por arroba se tasaba a cuatro tomines solo era destinada para la alimentación de los miembros de las altas jerarquías del gobierno y del clero. Durante aquella centuria, el sebo de novillo y de macho cabrío se vendía usualmente por quintales, cada uno de los cuales tenía el precio de cuatro patacones. Por esta razón, su compra solo podía ser efectuada por las personas con mayor capacidad adquisitiva. En tiempos de escasez de ganados (como lo fueron los años cincuenta del siglo XVII) y cuando no había obligado del abasto, el cabildo velaba (a través del fiel ejecutor) porque el 25% de este subproducto primero se distribuyera entre los miembros de la audiencia (un quintal cada semana) y luego entre los regidores, las órdenes religiosas, los conventos y el Hospital Real de la Caridad (un quintal cada mes) pues se requería para la preparación de alimentos, la fabricación de velas y la elaboración de jabón.119 El precio del sebo era controlado por el cabildo y a todo abastecedor de las carnicerías que se atreviera a venderlo a un precio mayor al establecido se le confiscaba este material y se le obligaba a cancelar onerosas multas.

La gordana restante, que quedaba bajo el control de un estanquero que recibía directamente esta materia prima de las carnicerías, se distribuía al menudeo entre el público que podía desembolsar un tomín o más por cada libra de velas. El encargado del aprovisionamiento del sebo y de las velas recibía esta potestad del ayuntamiento mediante un asiento o concierto que duraba un año. Ninguna otra persona podía vender aquellos productos “en tienda o por fuera della” mientras este individuo tuviera en sus manos esta responsabilidad y cualquier infractor de esta norma se veía constreñido a padecer sanciones pecuniarias y a la incautación del material. Para que el encargado llevara a cabo esta tarea, el cabildo ordenaba que se le entregara en la carnicería el 75% de todo el sebo producido al año (aproximadamente sesenta y ocho quintales o seis mil ochocientas libras); también podía hacer uso del sebo decomisado a los transgresores de este asiento. El ayuntamiento le daba acceso cada dos meses a seis indios mitayos para que se encargaran del beneficio y expendio del producto, y le adjudicaba una tienda junto a la puerta de la cárcel de la ciudad. El estanquero debía sufragar los salarios de la mano de obra y pagar una renta anual de treinta pesos por el local asignado.120 Vale la pena reiterar que solo en los períodos en que no había postor, el cabildo daba permiso a todos los vecinos que lo desearan para fabricar y vender velas de sebo, siempre y cuando se ciñeran a la regulación de precios impuestos por él.

De todos modos, el alto precio de la grasa animal en aquella capital era provocado no solo por su monopolio sino también por las especulaciones efectuadas por algunos pulperos que compraban todo el sebo producido subrepticiamente en la ciudad y sus alrededores para luego exportarlo hacia Lima y otras localidades del Perú o para fabricar jabón que era remitido a mercados externos. También agravó esta situación el descenso de la ceba de chivatos destinados a la producción de manteca en las dehesas de Tontaqui, dado que esta actividad había sido desplazada ilegalmente de aquellas tierras por la cría de ovejas, carneros y cabras.121 De modo entonces que la crónica escasez de sebo generado por estas prácticas y su constante demanda mantuvieron su precio por las nubes a lo largo del siglo XVII. Dado los altos costos de tales materias proteínicas y sobre todo de aquellas grasas animales, los sectores populares se proveían de ellas en los rastros furtivos que abundaban en Quito a todo lo largo de nuestro período de estudio y que varias veces el cabildo trató de exterminar sin éxito alguno mediante la persecución e imposición de multas a quienes participaran en este comercio clandestino.

El comercio clandestino de ganados en la ciudad de Quito

La situación de constante insuficiencia cárnica de Quito durante las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XVII y la falta de obligado del abasto era paliada transitoriamente por el cabildo quiteño imponiéndoles semanas de forzoso aprovisionamiento de su carnicería municipal tanto a las principales órdenes religiosas allí establecidas como a vecinos de esta ciudad y a criadores y tratantes de las cercanas Otavalo e Ibarra. Las largas sequías y las posteriores abundantes lluvias que en esas décadas afectaron la sierra central (y que conminaban a sus habitantes a realizar romerías religiosas con la virgen de Guápulo o la de Guadalupe para aplacar la ira divina) fueron factores que menoscabaron la producción interna de bovinos de aquella área, que de por sí no tendía a ser autosuficiente en la producción de ganado mayor dadas sus características orográficas, climáticas y demográficas. Las enunciadas alteraciones climáticas también habían afectado las cosechas de trigo y maíz, razón por la cual en aquellos años se había incrementado el precio de estos granos y se cometían muchos fraudes con el peso y volumen del pan.122

Pero había un factor más grave que perjudicaba la entrada de reses al rastro oficial, como lo era el mercado negro o comercio clandestino de ganado en pie, el cual era controlado por indios forasteros mindaláes (muchos de ellos huidos de sus pueblos) que trataban y contrataban con carneros, cerdos, vacas y novillos provenientes de Ibarra, Otavalo, Latacunga, Riobamba o que habían sido hurtados en los contornos de Quito. En este mercado que existía al margen de las autoridades locales, los ganaderos y tratantes encontraban un espacio más atractivo para vender sus reses en pie ya que se les ofrecían mejores precios que en las carnicerías públicas. Una vez en manos de estos mercaderes, dichas reses eran sacrificadas por indios carniceros en diferentes casas de la ciudad y eran vendidos al menudeo su sebo y su carne fresca o convertida en charqui.

Los regidores del cabildo quiteño calculaban que esta distribución y venta paralela de vacunos y sus productos derivados impedía que ingresaran oficialmente para el abasto de la capital aproximadamente entre el 68% y el 88% de las doscientas cincuenta a trescientas reses que requería la ciudad cada semana para su óptimo abastecimiento. Al mismo tiempo, este mercadeo pecuario clandestino vulneraba a los propios de la ciudad y las arcas reales, pues de aquellas transacciones no se pagaban sisas, alcabalas ni rentas por el alquiler de dehesas. Mediante diversas ordenanzas fueron prohibidas la comercialización y matanzas de reses por fuera de los rastros oficiales y a los fieles ejecutores del ayuntamiento quiteño se les dio la facultad para imponer multas y confiscar los ganados de quienes participaran en este tipo de operaciones. Sin embargo, al parecer todas estas medidas resultaron vanas, pues a lo largo de la década de los cincuenta del siglo XVII continuaron reiterándose estas disposiciones en las actas capitulares.123

A la par, con el fin de contrarrestar los efectos nocivos del comercio pecuario marginal se les prometía a los ganaderos payaneses que realizaran el tráfico de hatos de vacunos hacia Quito el ser exonerados del pago de las alcabalas y de los derechos de pastaje en los agostaderos cercanos a la villa de San Miguel de Ibarra así como en los ejidos, montes y pastos comunes ya mencionados de Cayambe, Turubamba e Iñaquito y posiblemente en las dehesas de Antisana y Vallevicioso, en donde era también costumbre que se pusieran a apacentar los ganados destinados a la provisión cárnica de la capital. También se les garantizaba poner a su disposición los mitayos, guardas y pastores que requirieran durante el trasiego de sus animales. Asimismo, la Audiencia de Quito rechazó cobrar una gabela por cada cabeza de ganado introducida a esta capital (tal como lo requería el virrey del Perú) para así estimular el flujo de ganados desde las dehesas del valle del río Cauca, en particular durante las crisis de mantenimiento que afectaron a la capital en 1643, 1645, 1655-1657 y 1675. Tan solamente entre los meses de abril y septiembre de 1655, los rastros de Quito se abastecieron casi exclusivamente del ganado payanés confiscado por el cabildo a tratantes e intermediarios de Ibarra y de la misma Quito.

 

Las agresivas crisis de mantenimientos de Quito durante la segunda mitad del siglo XVII y su dependencia de la oferta cárnica proveniente del valle del río Cauca

Para 1594, encontramos la primera referencia de la entrada de ganados de esta área (perteneciente a la gobernación de Popayán) en la ciudad de Quito, pues en tal fecha su cabildo expidió una ordenanza en la cual prohibió que se pesara en la carnicería de la capital el ganado proveniente de aquel territorio foráneo que no hubiera permanecido cebándose en sus pastizales y ejidos por los menos durante dos años. Esta medida se implementó no solo para que se diera preferencia al consumo de ganado local (muy abundante para aquel entonces) sino también para evitar que se continuara pesando ganado de mala calidad en sus rastros y carnicerías, pues tratantes inescrupulosos compraban novillos vallecaucanos a menor precio, y sin que estos tuvieran la oportunidad de recuperarse después de tan largo viaje eran sacrificados sin demora para destinarlos al abasto público.124

Sin embargo, en los años que transcurrieron de 1602 a 1607 se experimentó escasez en el suministro cárnico de Quito, posiblemente como consecuencia de la salida masiva de ganado ovino que estaban llevando a cabo diversos tratantes y revendedores hacia el Perú y de su sacrificio para manufacturar el cuero y el sebo que se demandaba en aquel mercado meridional. La carestía local de estos animales que hacían parte de la dieta cotidiana de la mayoría de los habitantes y la subida desmesurada de sus precios provocaron un alza en la demanda del ganado vacuno. Las crecientes necesidades pecuarias de la ciudad y la incapacidad de las zonas adyacentes de procurar ganado bovino para este centro urbano obligaron a quienes aprovisionaban semanalmente sus carnicerías a sacrificar hembras y vacas reproductoras. Ante esta situación que a largo plazo ponía en peligro el crecimiento de los rebaños locales y empeoraba la aludida crisis de mantenimientos, el procurador del ayuntamiento solicitó que se prohibiera aquella práctica, que se vendiera solo la carne necesaria para el sustento doméstico, que en su despacho prevaleciera la moderación y que se derogara la ordenanza que en años pasados había prohibido la matanza de ganados forasteros en las carnicerías.

El cabildo aceptó esta última propuesta, así que por diez años se suspendió dicha normativa y se dio licencia para que pudieran “entrar en esta ciudad novillos y ganado vacuno de la gobernación de Popayán y otras partes”.125 Asimismo, con el objetivo de animar a los criadores a buscar novillos en territorios foráneos, por unanimidad del cabildo se incrementó el precio de la arroba de carne en medio tomín (es decir, un 25% más de su valor acostumbrado).126 Durante los años comprendidos entre 1610 y 1615 continuaron reiterándose estas medidas y prohibiciones. La situación del hato vacuno local quiteño no había progresado mucho, y por lo tanto se fortaleció la dependencia con el aprovisionamiento de ganados provenientes de la gobernación de Popayán y se les aumentaron las prerrogativas a quienes los traían desde partes tan alejadas. A la par, para estimular el crecimiento de los hatos de los criadores locales y cuidar las reservas de vacas reproductoras se recurrió a realizar asientos monopólicos y conciertos con un obligado, quien debía importar ganados forasteros y vender su arroba de carne a un precio máximo de tres tomines.127 Las personas beneficiadas con este remate debían donar doce toros para cada una de las fiestas de la Pascua del Espíritu Santo y San Jerónimo.128

En efecto, poco más de una década después de 1594, aquella actitud negligente contra la entrada de ganados forasteros había cambiado rotundamente, pues desde este entonces y en reiteradas ocasiones (tal como acaeció en los años de 1604, 1605, 1608, 1610 y 1616) se instó a los criadores y tratantes de distintas zonas foráneas (entre ellos a los de Cali, Buga, Popayán y Pasto) para que pesaran sus ganados en la carnicería de Quito por un período de seis años. Al parecer, para este período el hato ganadero de aquella comarca se había visto otra vez dramáticamente disminuido (por las circunstancias ya aludidas y por otras que aún desconocemos) y el cabildo resolvió acoger esta nueva medida para permitir el aumento del ganado de cría local y evitar la matanza indiscriminada de las hembras que garantizaban el crecimiento de los rebaños. De modo que para estimular la llegada de bovinos forasteros dicho ayuntamiento aseguró que “el ganado vacuno que se trae de fuera aprueba muy bien en esta tierra por ser los pastos muy buenos” y les prometió a sus introductores facilitarles los dehesas y ejidos que requirieran para poner a reformar y engordar sus ganados. También se les proporcionaron los avíos que necesitaban y se pusieron a su disposición indios mitayos para que se encargaran del cuidado y vigilancia del ganado. Así mismo, aquel organismo les dio licencia para que pudieran vender cada arroba de carne a tres tomines y fueron eximidos de pagar alcabalas.129

Para la década de los cuarenta del siglo XVII otra vez se hicieron apremiantes las peticiones y diligencias del ayuntamiento de Quito y de su corregidor (don Antonio de Santillán y Hoyos) para que se llevaran reses desde las aludidas ciudades del valle del río Cauca así como desde las jurisdicciones de Guayaquil, Cuenca y Loja. Para ese entonces, no había postor que se encargara del aprovisionamiento de la carnicería de aquella capital y los criadores de los contornos no tenían suficiente ganado para suplir el consumo oficial anual de esta ciudad, que ascendía aproximadamente a más de seis mil reses. Por otra parte, se estaban protegiendo las pocas vacas reproductoras de los hatos para que los rebaños de aquel perímetro no decayeran totalmente.

A tal punto había llegado la penuria pecuaria de Quito durante este período, que para el año de 1644 no se habían podido asegurar cuatro semanas del abasto cárnico de la ciudad. Para remediar esta situación se enviaron a las provincias adyacentes algunos regidores que debían buscar y comprar ganados a costa de los propios del cabildo y se exhortó a las autoridades de Ibarra, Latacunga, Otavalo y otros partidos de cinco leguas a la redonda para que inventariaran los novillos que existían en sus localidades, pues con ello se esperaba hacer “repartimientos convenientes para que esta ciudad quede abastecida”. A este respecto, se advirtió que de no hacerse estos conteos en el término de ocho días se despacharían representantes del ayuntamiento para que efectuaran la tarea “a costa de los inobedientes”.130

Además, otra vez con halagüeñas palabras, se invitó a los criadores y tratantes de la gobernación de Popayán (especialmente a los del valle del río Cauca) a que llevaran sus ganados, para lo cual se reiteraron los términos de unos años atrás, tales como el ofrecimiento de “los indios señalados y las demás cosas necesarias, como es uso y costumbre”. Pero esta vez se les prometió que se les desocuparía y desembarazaría los pastos de Cayambe y se conminó a los corregidores de Pasto, Ibarra y Otavalo para que en el transcurso de su viaje se les permitiera a los vaqueros y reses provenientes de aquellos espacios del norte el ingreso gratuito a ejidos, tierras realengas y heredades de particulares “para que pasten en ellas en el interín que llegan a esta ciudad y se reforman”. Al mismo tiempo, como ya se enunció, en este año el gobierno de la ciudad de Quito decidió suspender el pago de un impuesto especial que gravaba a cada caprino y bovino introducido para su sacrificio y desposte en las carnicerías con uno y cuatro reales respectivamente, tal como lo había ordenado el virrey del Perú (el marqués de Mancera). Con ello se intentaba no afectar la importación de los bovinos payaneses, no perturbar la economía indígena que giraba alrededor de la cría y distribución de carneros y no empeorar la crisis de mantenimientos que entonces se padecía.

En efecto, el cuerpo municipal y su corregidor expresaron que aquella gabela no podía instaurarse “porque el ganado mayor que se pesa para el abasto de esta ciudad, se trae de presente [de partes] muy distintas y con cualquiera sisa o imposición se excusarían los que lo traen por su interés de venir a esta ciudad, en gravísimo perjuicio de la utilidad pública”. A cambio de no colectar dicha gabela se le propuso al virrey que los vecinos de esta capital y de sus alrededores dieran voluntariamente un donativo de cuatro mil pesos para que con ello se ajustara el dinero que se requería tanto para la fortificación del puerto del Callao (asediado en ese entonces por los holandeses, quienes se habían apoderado de la bahía de Valdivia) como para costear las honras y lutos del príncipe don Baltasar Carlos.131

Pero dicha cifra de dinero no se pudo recoger debido a la pobreza que por entonces padecían los habitantes y que había sido provocada por el rezago de la capital en el pago de las alcabalas (por lo cual debía veintiocho mil pesos), el embargo de los propios, la imposición de otras contribuciones forzosas, el cobro del 2% del impuesto de avería sobre los paños que se enviaban desde Quito al Perú (lo cual se realizaba desde el gobierno del virrey conde de Chinchón), las malas cosechas de aquel período y las pestes de tabardillo. Finalmente, después de constantes apelaciones y alegaciones interpuestas por el cabildo quiteño ante la corte virreinal peruana, en 1648 se aplicó el impuesto de la sisa sobre la venta de vino (y por ello se estableció que por cada botija se debía pagar un peso) para con ello cumplir con las órdenes emanadas dos años atrás desde la lejana Lima.132

Sin embargo, para 1657 el conde de Alba Aliste y Villaflor (virrey del Perú) nuevamente ordenó que se cobrara aquel gravamen sobre el consumo de vacas y carneros y que su producto se remitiera cada seis meses a la ciudad de Los Reyes, pues se requería dicho dinero para reparar los desperfectos que habían padecido las murallas del Callao con los movimientos telúricos de 1655. No obstante, en esta ocasión nuevamente el cabildo de Quito solicitó a su corregidor (con palabras lastimeras) que interviniera para que otra vez no se llevara a efecto aquella orden “pues fuera de total ruina el imponer dicha sisa, porque faltarán los mantenimientos de vaca y carnero (…) por venir de las provincias de Popayán, Guayaquil y Cuenca el ganado mayor con que se abastece esta ciudad y si hubiera la dicha imposición cesará el trato de traer el dicho ganado, y con su falta, lo padeciera toda la república”.133 Estas peticiones realizadas por el ayuntamiento quiteño ante la corte virreinal en los mismos términos de una década atrás al parecer fueron escuchadas, y por ende no se hizo ninguna innovación que hubiese menoscabado la deteriorada situación económica que por entonces padecían los habitantes de la ciudad.

En efecto, esta fue una década muy difícil en Quito puesto que, como se indicó unas páginas atrás, hubo algunas sequías que afectaron la producción local de vacunos. Por aquel entonces, en su carnicería oficial se estaba pesando carne de muy mala calidad y no a propósito para el dicho abasto, dado que no había licitador que se encargara del suministro de la ciudad y muchos de los criadores a quienes se les habían asignado semanas se negaron a hacerlo. Ante esta última situación el ayuntamiento se vio obligado a imponerles sanciones pecuniarias a quienes no prestaran este servicio, tales como cancelar cien pesos y costear de su propio bolsillo los carneros, jamones y gallinas que requiriera la ciudad para enfrentar la crisis.

Igualmente, el ayuntamiento delegó a varios de sus regidores para que efectuaran el conteo y escrutinio de los ganados pertenecientes a los vecinos de la jurisdicción que habitaran hasta cinco leguas a la redonda. Con base en estas listas, se apremió a estos individuos a dar abasto a la ciudad durante sus cuarenta y nueve semanas de carnal. Igualmente, se realizaron confiscaciones y embargos de ganados en los ejidos de Iñaquito y en los adyacentes llanos de Cayambe, donde para entonces estaban llegando diferentes partidas de bovinos desde las áreas de pastizales de la gobernación de Popayán. Varios vecinos de la villa de San Miguel de Ibarra que habían comprado aquellos ganados foráneos (en partidas que oscilaban entre doscientas y cuatrocientas cabezas) fueron conminados a prestar el suministro cárnico quiteño durante varias semanas.

 

La producción de sebo también mermó por aquel entonces, y el ayuntamiento encargó a los fieles ejecutores que repartieran el quintal que les correspondía al presidente y a los oidores no cada semana como era la costumbre, sino cada quince días. Esta insuficiencia pecuaria se profundizó con la venta clandestina de la carne a manos de los indios mindaláes, lo que estaba acaparando la oferta de ganado que provenía de diversas partes. Miles de reses estaban entrando a esta ciudad de manera subrepticia y a espaldas de las autoridades puesto que se estaban pagando precios superiores por cabeza en aquel mercado clandestino que en los rastros municipales. Por lo tanto, aquella fue una década difícil en esa capital, no solo por el fenómeno descrito sino también por dos circunstancias que vinieron a agravar tan alarmante situación: la escasez de pan y algunas enfermedades que afectaron a la población, y que afortunadamente no adquirieron niveles trágicos.134

Con base en la información fragmentaria que hallamos dispersa en algunos protocolos notariales se puede calcular que alrededor de 13.998 vacunos y ciento once equinos fueron enviados desde los pastizales vallecaucanos hacia Quito, Ibarra, Otavalo, Popayán y Pasto entre 1606 y 1667. A estos cabe agregar los cuatro mil ochocientos bovinos que entre 1621 y 1632 se enviaron desde el ardiente valle del río Patía para abastecer los rastros locales de las dos últimas ciudades mencionadas, y en cuyos términos se establecieron estancias de vecinos pertenecientes a estas capitales que conjugaban la cría de ganados tanto con la seba y engorde de las vacadas provenientes de las extensas llanuras septentrionales como con el alquiler de pastos para el sustento de estas majadas ambulantes.

Sin embargo, durante las dos últimas décadas del siglo XVII la producción pecuaria vallecaucana (que en la segunda mitad de aquella centuria se convirtió en la principal despensa proveedora de Quito) decayó como consecuencia de agudos fenómenos meteorológicos, el sacrificio y venta de las hembras reproductoras y el desgaste de la calidad de sus suelos (una de las secuelas de la ganadería extensiva practicada allí por más de un centenar de años). Por culpa de esto, hacia 1687 la oferta caleña de carne entró en crisis, lo que tuvo repercusiones en los mercados de Antioquia y Quito. El mismo problema se padeció en las jurisdicciones de las ciudades vecinas de Buga, Caloto y Cartago. Por esta razón, los criadores del centro y sur del valle del Cauca ya no sacaban partidas enteras de millares de cabezas, sino muy pocos animales. Ante el derrumbe de la oferta pecuaria vallecaucana había subido a un patacón la arroba de carne en Quito y a poco menos en las ciudades de Pasto e Ibarra. En Popayán, cuyo aprovisionamiento cárnico dependía completamente de la producción vacuna vallecaucana se vendía a tres y hasta cuatro reales la arroba de carne y la de sebo a dieciocho y veinte reales, lo que significa que ambos elementos habían aumentado en unos pocos meses en casi un 25%.135

Ante el declive de la oferta pecuaria vallecaucana, el extenso valle de Neiva emergió como proveedor de los mercados de Popayán y la Audiencia de Quito. Casi al mismo tiempo (en particular durante la década de los noventa del siglo XVII) la Audiencia de Quito padeció una grave sequía que se extendió por varios años y que desoló sus áreas de pastizales y de cultivos autóctonos. La escasez de alimentos provocada por este fenómeno meteorológico y la plaga de polvillo que atacó los cultivos de trigo y maíz generaron una serie de hambrunas que afectaron y debilitaron sobre todo a la población indígena tributaria nativa y la hicieron muy susceptible al ataque de diversas patologías. Por ende, a esta fatídica situación se sumaron una serie de brotes de sarampión, viruela, tabardillo, dolor de costado, garrotillo y alfombrilla que diezmaron a la población amerindia entre 1691 y 1695.136

En tanto que estas pestilencias causaban estragos entre los habitantes de la región, en 1698 acaeció un cataclismo que incrementó el número de muertos y causó graves daños a la infraestructura física sobre todo en las provincias de Quito, Latacunga, Ambato y Riobamba. Según Suzanne Alchon, la población de la audiencia se redujo por aquellos años entre un 40% y un 50%, lo que frenó abruptamente el crecimiento demográfico que se había mantenido durante esa centuria. En particular, en el área urbana de la ciudad de Quito la mortalidad ascendió a un 60% y en el ámbito rural cerca al 25%. La combinación de epidemias y desastres naturales diezmó a la población nativa con lo que se agotó la fuerza de trabajo que resultaba tan crucial para el éxito continuo de la agricultura y la manufactura quiteñas. Para los españoles, los desastres de aquella década representaron un severo revés económico; pero para los indios los efectos fueron más profundos, ya que la repentina perdida de la mitad de la población creó serias crisis económicas y sociales en sus comunidades. En adelante estos problemas fueron exacerbados por las inflexibles demandas de la economía colonial.137

Tales sucesos le propinaron a la sociedad quiteña un golpe del cual no se recuperó pronto, pues dieron fin a un siglo de crecimiento demográfico y dejaron a la región en un estado de ruina económica. También provocaron casi la total extinción de la industria textil obrajera de los corregimientos de Latacunga, Ambato y Riobamba, dado el descenso abrumador (de aproximadamente un tercio) de la mano de obra que se utilizaba en aquellas actividades. Sin embargo, otro factor había incidido para que este sector económico quedara moribundo, como lo fue la disminución de la demanda de la ropa y las telas quiteñas en Lima y en los centros mineros del Alto Perú, como consecuencia de la entrada masiva en este mercado de tejidos extranjeros más baratos y de mayor calidad, lo cual había sido permitido por la Corona durante la guerra de sucesión.138 Como consecuencia de esta serie de eventos catastróficos, los centros de producción interna de ganados de la Audiencia de Quito no alcanzaban a satisfacer en lo más mínimo la demanda cárnica de la capital por carecer de mano de obra y por encontrarse sumamente afectadas por el fenómeno climatológico que aniquiló sus rebaños. Los vecinos de la jurisdicción que daban abasto a la capital durante algunas semanas se negaron a hacerlo, dada la mengua de sus hatos. Para obligarlos a cumplir con esa tarea el cabildo incrementó las penas pecuniarias a los contraventores con el pago de doscientos pesos y la pérdida del ganado confiscado. Incluso los clérigos estuvieron obligados a enviar a las carnicerías el producto de sus diezmos. Asimismo, el cabildo enviaba a varios de sus procuradores a las estancias de cinco leguas a la redonda para tomar por la fuerza las ochenta cabezas de ganado cebado que como mínimo requería la ciudad cada semana. Por otra parte, a las indias recatonas se les prohibió rotundamente comprar ganado para luego revender su carne al menudeo y por ello se les advirtió que si incurrían en desacato recibirían cien azotes y perderían todas las provisiones que se les incautaran.139

Todos estos factores provocaron un aumento exponencial, hasta de un 100%, en el precio de la carne y del ganado en pie en el mercado quiteño. El precio del quintal de sebo, que a lo largo de aquel siglo se mantuvo en cuatro patacones, para finales de aquella década duplicó su precio. Para ahorrar esta materia prima tan vital en la vida cotidiana, el ayuntamiento ordenó a sus fieles ejecutores, tal como se había hecho a mediados de siglo, que dicha grasa se repartiera cada quince días entre las más altas jerarquías del gobierno y de la iglesia, y no cada semana como era lo usual. Así mismo, aunque la libra de velas continuó vendiéndose a un real, a dicha cantidad se le restaron cinco onzas, lo que quiere decir que el público tuvo que seguir pagando el mismo precio por un producto al que se le había reducido más del 30% de su peso. Este incremento de la demanda y de los precios llevó a que los criadores y tratantes de ganado del valle de Neiva prefirieran enviar la mayor parte de sus ganados hacia Quito y a que, por ende, descuidaran la demanda de vacunos de la ciudad de Santafé al reducir el número de sus envíos o al mandar allí únicamente reses flacas y débiles (lo que en aquel entonces era denominado “el desecho” de los hatos), que eran muy vulnerables a las plagas y a los bruscos cambios de temperatura.

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