Teoría y análisis de la cultura

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5. Identidad y memoria colectiva
IDENTIDAD SOCIAL

Como hemos señalado, una de las funciones de las representaciones sociales se relaciona con la identidad. En efecto, las representaciones sociales también implican la representación de sí mismo y de los grupos de pertenencia que definen la dimensión social de la identidad. Por lo demás, los procesos simbólicos comportan, como hemos visto, una lógica de distinciones, oposiciones y diferencias, uno de cuyos mayores efectos es precisamente la constitución de identidades y alteridades (u otredades) sociales. Se trata de una consecuencia natural de la definición de la cultura como hecho de significación o de sentido que se basa siempre, como sabemos desde Saussure, en el valor diferencial de los signos. Por eso la cultura es también “la diferencia”, y una de sus funciones básicas es la de clasificar, catalogar, categorizar, denominar, nombrar, distribuir y ordenar la realidad desde el punto de vista de un “nosotros” relativamente homogéneo que se contrapone a “los otros”.

En efecto, “la identidad social se define y se afirma en la diferencia”. (144) Entre identidad y alteridad existe una relación de presuposición recíproca. Ego sólo es definible por oposición a alter, y las fronteras de un “nosotros” se delimitan siempre por referencia a “ellos”, a “los demás”, a “los extraños”, a “los extranjeros”. (145)

Pero, ¿qué es la identidad? Si dejamos de lado el plano individual y nos situamos de entrada en el plano de los grupos y las colectividades, podemos definirla provisoriamente como la (auto y hetero) percepción colectiva de un “nosotros” relativamente homogéneo y estabilizado en el tiempo (in–group), por oposición a “los otros” (out–group), en función del (auto y hetero) reconocimiento de caracteres, marcas y rasgos compartidos (que funcionan también como signos o emblemas), así como de una memoria colectiva común. Dichos caracteres, marcas y rasgos derivan, por lo general, de la interiorización selectiva y distintiva de determinados repertorios culturales por parte de los actores sociales. Por lo que puede decirse que la identidad es uno de los parámetros obligados de los actores sociales y representa en cierta forma el lado subjetivo de la cultura.

La identidad así entendida constituye un hecho enteramente simbólico construido, según Fossaert, (146) en y por el discurso social común, porque sólo puede ser efecto de representaciones y creencias (social e históricamente condicionadas), y supone un “percibirse” y un “ser percibido” que existen fundamentalmente en virtud del reconocimiento de los otros, de una “mirada exterior”. Poseer una determinada identidad implica conocerse y reconocerse como un tal, y simultáneamente darse a conocer y hacerse reconocer como un tal (por ejemplo, mediante estrategias de manifestación). Por eso, la identidad no es solamente “efecto” sino también “objeto” de representaciones. Y en cuanto tal requiere, por una parte, de nominaciones (toponimias, patronimias, onomástica) y, por otra, de símbolos, emblemas, blasones y otras formas de vicariedad simbólica. (147)

Toda identidad pretende apoyarse en una serie de criterios, marcas o rasgos distintivos que permiten afirmar la diferencia y acentuar los contrastes. Los más decisivos, sobre todo tratándose de identidades ya instituidas, son aquellos que se vinculan de algún modo con la problemática de los orígenes (mito fundador, lazos de sangre, antepasados comunes, gestas libertarias, “madre patria”, suelo natal, tradición o pasado común, etcétera). Pero al lado de éstos, pueden desempeñar también un papel importante otros rasgos distintivos estables como el lenguaje, el sociolecto, la religión, el estilo de vida, los modelos de comportamiento, la división de trabajo entre los sexos, una lucha o reivindicación común, entre otros, sin excluir rasgos aparentemente más superficiales, como los señalados por Max Weber a propósito de los grupos étnicos: el vestido, el modo de alimentarse y hasta el arreglo de la barba y del peinado. (148)

Respecto a este conjunto de criterios distintivos, no tiene sentido la querella acerca de si deben preferirse criterios “objetivos” o “criterios subjetivos” (como el sentimiento de pertenencia, por ejemplo) para definir una identidad social. Esta querella, que divide a los científicos sociales en objetivistas y subjetivistas (o idealistas), supone una concepción ingenua de la dicotomía entre representación y realidad.

En primer lugar, los criterios aparentemente más “objetivos” detectados por los etnólogos o los sociólogos —como el espacio físico o ecológico— siempre son criterios ya representados que funcionan como signos, emblemas o estigmas desde el momento en que son percibidos y apreciados como lo son en la práctica, en el ámbito del discurso social común.

En segundo lugar, la “realidad” de una identidad es, en gran medida, la realidad de su representación y de su reconocimiento. En otras palabras: la “representación” tiene aquí una virtud performativa que tiende a conferir realidad y efectividad a lo representado, siempre que se cumplan las “condiciones de éxito” para este efecto performativo (v. gr., condiciones de legitimidad y de autoridad reconocida para distribuir identidades: “regere fines”), (149) y así lo permitan el estado de la correlación simbólica de fuerzas junto con las condiciones materiales que la sustentan. “La lógica específica del mundo social —explica Bourdieu— es la de una ‘realidad’ que es el lugar de una lucha permanente por definir la ‘realidad’”. (150) Según Bourdieu se puede comprender mejor la “realidad” de las identidades sociales si se sustituye la falsa alternativa entre objetivismo y subjetivismo por la distinción entre identidades establecidas o instituidas, que funcionan como estructuras ya cristalizadas (aunque sin olvidar que son la resultante de representaciones pasadas que lograron el reconocimiento social en el curso de las luchas simbólicas por la identidad), y la relación práctica a estas estructuras en el presente, incluyendo la pretensión de modificarlas, de explotarlas en beneficio propio o de sustituirlas por nuevas formas de identidad.

Esta última consideración nos lleva de la mano a la formulación de una nueva tesis: las identidades sociales sólo cobran sentido dentro de un contexto de luchas pasadas o presentes: se trata, siempre según Bourdieu, de un caso especial de la lucha simbólica por las clasificaciones sociales, ya sea a nivel de vida cotidiana —en el discurso social común—, o en el nivel colectivo y en forma organizada, como ocurre en los movimientos de reivindicación regional, étnica, de clase o de grupo.

Esta lucha incesante da lugar a equilibrios temporales que se manifiestan en forma de correlaciones de fuerzas simbólicas, en las que existen posiciones dominantes y dominadas. Los agentes sociales que ocupan las posiciones dominantes pugnan por imponer una definición dominante de la identidad social, que se presenta como la única identidad legítima o, mejor, como la forma legítima de clasificación social. En cuanto a los agentes que ocupan posiciones dominadas, se les ofrecen dos posibilidades: o la aceptación de la definición dominante de su identidad, que frecuentemente va unida a la búsqueda afanosa de la asimilación a la identidad “legítima”; o la subversión de la relación de fuerzas simbólica, no tanto para negar los rasgos estigmatizados o descalificados sino para invertir la escala de valores: “black is beautiful”, como dicen los negros americanos.

En este último caso, el objetivo de la lucha no es tanto reconquistar una identidad negada o sofocada sino reapropiarse del poder de construir y evaluar autónomamente la propia identidad. La lucha de los pueblos indígenas en México y en América Latina por lograr el reconocimiento de su personalidad cultural y los derechos y beneficios ligados a ese reconocimiento en el plano político y social, constituye una buena ilustración de esta forma de lucha.

Un aspecto importante de la lucha simbólica en torno a las identidades sociales es el de la calificación valorativa de los rasgos que presuntamente las definen. Las identidades siempre son objeto de valoración positiva o negativa (estigmas), según el estado de la correlación de fuerzas simbólica. En principio, y desde el punto de vista interno, la identidad se presenta como fuente de valores y se halla ligada a sentimientos de amor propio, honor y dignidad. (151) Esto puede explicarse por el hecho de que los individuos y los grupos comprometen en su lucha por la identidad sus intereses más vitales, como la percepción (ideológica) del valor de la persona, es decir, la idea que se tiene de sí mismo. No olvidemos que el “valor” de la persona se reduce a su identidad social. “Llama la atención —dice Edgar Morin— el hecho de que toda identidad individual deba referirse en primer lugar a una identidad trans–individual, la de la especie y el linaje. El individuo más acabado, el hombre, se define a sí mismo, interiormente, por su nombre de tribu o de familia, verdadero nombre propio al que une modestamente su nombre de pila, que no es exclusivo de él, puesto que puede o debe haber sido llevado por un pariente e ir acompañado por otros nombres de pila”. (152)

Pero en el contexto de las luchas simbólicas por la clasificación “legítima” del mundo social, las identidades dominantes tienden a exagerar la excelencia de sus propias cualidades y costumbres y a denigrar las ajenas. “Detrás de toda oposición étnica —dice Max Weber— se encuentra de algún modo la idea de pueblo elegido”. (153) Incluso existe la tendencia a estigmatizar sistemáticamente las identidades dominadas, bajo la cobertura de ideologías discriminatorias como las del racismo, el aristocratismo, el elitismo clasista o la conciencia de la superioridad imperial. En la vida práctica, esta valoración negativa se transmuta frecuentemente, como ya lo advirtiera Max Weber, en sentimientos de repulsión y de odio alimentados por estereotipos denigrantes (los indígenas son sucios y perezosos, los negros huelen mal, los judíos son avaros, los latinos son desorganizados e ineficientes).

 

Se sabe desde antiguo que los dominados pueden llegar a interiorizar la estigmatización de que son objeto, reconociéndose como efectivamente inferiores, inhábiles o ignorantes. Pero hay más: como a la larga resulta imposible una autopercepción totalmente negativa, la conciencia de la propia inferioridad puede convertirse en valor, conforme al conocido mecanismo señalado por Hegel en la Dialéctica del amo y del esclavo. Por esta vía suelen emerger los valores de la sumisión, como “la resignación, la aceptación gozosa del sufrimiento, la obediencia, la frugalidad, la resistencia a la fatiga, etcétera”. (154)

Pasemos a otro punto: la identidad social necesita ser aprendida y reaprendida permanentemente. Además, necesita darse a conocer y hacerse visible públicamente para “mostrar” la realidad de su existencia frente a los que se niegan a “verla” o a reconocerla. Ambas necesidades explican por qué la identidad social aparece siempre ligada a estrategias de celebración y de manifestación.

Como ya lo señalara Durkheim, toda celebración constituye un momento de condensación y de autopercepción efervescente de la comunidad, y representa simbólicamente los acontecimientos fundadores que, al proyectarse utópicamente hacia el futuro, se convierten en “destino”. De aquí la importancia pedagógica de los ritos de conmemoración, tan importantes, por ejemplo, para la conformación de la identidad étnica y nacional.

Por lo que toca a la manifestación, tan frecuente en los movimientos de reivindicación étnica, regionalista, nacionalista o popular, representa un momento privilegiado en la lucha por hacerse reconocer (hemos dicho que la identidad existe fundamentalmente por el reconocimiento), y constituye, según Bourdieu, “un acto típicamente mágico (que no quiere decir desprovisto de eficacia), por el que un grupo práctico, virtual, ignorado o negado se hace visible y manifiesto ante los demás grupos y ante sí mismo, para de este modo dar testimonio de su existencia en tanto que grupo conocido y reconocido que aspira a la institucionalización”. (155) “Porque el mundo social —concluye este mismo autor— es también voluntad y representación, y existir socialmente es ser percibido como distinto”. (156) De lo dicho hasta aquí se infiere que la identidad social es de naturaleza esencialmente histórica y debe concebirse como producto del tiempo y de la historia. Lo que implica que debe situarse siempre en un determinado contexto espacio–temporal.

Sus condiciones de posibilidad son las diferentes configuraciones de las redes de sociabilidad (Fossaert) históricamente determinadas por los diferentes modos de producción o, lo que es lo mismo, por las diferentes formas de estructura que han configurado a la sociedad en el curso de su desarrollo multisecular.

Debe ser posible, entonces, construir una tipología histórica de las identidades macrosociales, y es éste precisamente el proyecto de Robert Fossaert cuando aborda este problema en el volumen VI de su monumental obra. (157)

Pero antes conviene hacer, con el propio Fossaert, una distinción capital entre identidades englobantes, destinadas a subsumir las diferencias bajo formas más comprehensivas de unidad, e identidades diferenciales, que se constituyen en el interior de las primeras y mantienen relaciones real o virtualmente conflictivas con ellas y entre sí. “El discurso común ‘nos pertenece a todos’, constituye nuestro Volksgeist, nos distingue de los otros, de los extranjeros. Pero no produce entre nosotros una unidad sin fisuras. Muy por el contrario, también pone de manifiesto todo el juego de diferencias comúnmente reconocidas entre nosotros, y denota el sistema de identidades diferenciales en el seno de nuestra identidad englobante [...]. La identidad común dice algo acerca de la colectividad, más o menos circunscrita por un Estado, dentro de la cual se practica el discurso común. Las identidades diferenciales dicen algo acerca de la organización subterránea de las clases–estatuto en el interior de dicha colectividad”. (158)

La serie histórica: comunidad primitiva/tribu/etnia/provincia o región/nación, constituyen modalidades de identidad englobante. En cambio, la serie: rangos/castas/estamentos/clases sociales, en el sentido industrial, son modalidades de identidad diferencial históricamente conectadas con las primeras. Así, las clases en sentido moderno se hallan históricamente ligadas al surgimiento del Estado–Nación.

Desde este punto de vista, una etnia, por ejemplo, se definiría como una forma de identidad englobante situada entre la fase de tribalización y de “provincialización” en el proceso histórico del desarrollo social. Se trataría, por lo tanto, de una forma de identidad ligada a modalidades precapitalistas de desarrollo. Lo que no obsta para que perdure más allá de su propia fase histórica, subsumida bajo formas más modernas de identidad (la nación) en calidad de “minoría étnica”, por ejemplo.

Fossaert trata de establecer correlaciones históricas entre las diferentes formas de identidad social (englobante y diferencial), y las diferentes configuraciones de las redes de sociabilidad condicionadas por el grado de desarrollo social en una fase determinada de la historia. He aquí la tipología de las formas de sociabilidad propuesta por Fossaert:

1. Dispersión inicial de aldeas.

2. Localismos regionales.

3. “Racimo” de regiones (unificadas por centros administrativos regionales y por una capital en proceso de consolidación).

4. “Entramado simple”: interconexión acentuada entre regiones y localidades por el comercio, las vías de comunicación, la centralización urbana y la aparición de los primeros media como el telégrafo y la radio).

5. “Doble entramado”: reduplicación de la interconexión general de la población por la plena expansión de los media modernos, como la televisión y la electrónica, en general, más la urbanización generalizada.

Según Fossaert, una fuerte personalidad o identidad “provinciana”, por ejemplo, sólo es posible dentro de un marco de formas de sociabilidad como las que corresponden a un “racimo” de regiones poco centralizadas y débilmente interconectadas desde el punto de vista comercial, administrativo y político. Tal suele ser el caso dentro de formaciones económicas dominadas por los modos de producción artesanal, servil, latifundista (las haciendas) o colonial–mercantil, a los que suelen corresponder, a su vez, tipos de Estado como el tributario, el medieval, el aristocrático y la “república burguesa” del primer liberalismo. La fisonomía provinciana de México en vísperas de la Revolución podría ilustrar esta forma de identidad englobante que suele ser propicia para el surgimiento de movimientos y caudillos regionales.

LA MEMORIA COLECTIVA

Las identidades colectivas remiten frecuentemente, como acabamos de ver, a una problemática de las “raíces” o de los orígenes asociada invariablemente a la idea de una tradición o de una memoria. “Reencontrar la propia identidad —dice Régine Robin— es en primer término reencontrar un cuerpo, un pasado, una historia, una geografía, tiempos, lugares y también nombres propios”. (159)

La memoria puede definirse brevemente como la ideación del pasado, en contraposición a la conciencia —ideación del presente— y a la imaginación prospectiva o utópica —ideación del futuro, del porvenir. (160)

El término “ideación” es una categoría sociológica introducida por Durkheim, (161) y pretende subrayar el papel activo de la memoria en el sentido de que no se limita a registrar, a rememorar o a reproducir mecánicamente el pasado, sino que realiza un verdadero trabajo sobre el pasado, un trabajo de selección, de reconstrucción y, a veces, de transfiguración o de idealización (“cualquier tiempo pasado fue mejor”).

La memoria no es sólo “representación” sino también “construcción”; no es sólo “memoria constituida” sino también “memoria constituyente”. (162) Puede darse incluso el caso de una “memoria fantasmática” que invente totalmente el pasado en función de las necesidades de una identificación presente. Ya Max Weber había señalado que en el caso de una comunidad étnica, los antepasados “pueden ser totalmente inventados o ficticios”. (163) Por eso la “consanguinidad imaginaria” quizás sea la mejor referencia para definir la identidad étnica. (164)

Se ha observado frecuentemente que la selección o reconstrucción del pasado se realiza siempre en función del presente, es decir, en función de los intereses materiales y simbólicos del presente. No existe ningún recuerdo absolutamente “objetivo”. Sólo recordamos lo que para nosotros tiene o tuvo importancia y significación. Dicho de otro modo: no se puede recordar ni narrar una acción o una escena del pasado sino desde una determinada perspectiva o punto de vista impuestos por la situación presente.

Se puede dar un paso más y añadir que el pasado no se reconstruye sólo en función de las necesidades del presente sino también en función de la ideación del porvenir, conforme al conocido estereotipo ideológico que concibe el pasado como germen y garantía de un futuro o de un destino. “En el caso limite —dice Henri Desroche— memoria colectiva, conciencia colectiva e imaginación colectiva culminan y se fusionan entre sí, constituyendo entre los tres una sobre–sociedad ideal, germen de una nueva identidad y de una nueva alteridad colectivas”. (165)

De lo dicho acerca del papel activo de la memoria se desprende ya una conclusión metodológica importante. Cuando se plantea el problema de la “objetividad” en este terreno, deben distinguirse dos planos: el grado de objetividad que se puede atribuir a la simple descripción de los hechos, escenas o acciones del pasado, y el grado de objetividad que permite el ángulo de visión o la perspectiva escogida para la recordación del pasado.

La memoria puede ser individual o colectiva según que sus portadores o soportes subjetivos sean el individuo o una colectividad social.

La memoria individual —estudiada entre otros por Bergson— (166) se halla ligada de ordinario, sobre todo en los estratos populares o de la “gente común”, a la evocación de la vida cotidiana en términos impersonales (“en aquellos tiempos se hacía esto o aquello”, “ocurrió esto o aquello”), en el marco de una percepción aparentemente cíclica, y no lineal o cronológica de la temporalidad. (167)

La memoria biográfica es un caso particular de memoria individual y se caracteriza por la “ilusión retrospectiva” de una intervención personal, deliberada y consciente —como actor, protagonista o incluso “héroe”— sobre el curso de los acontecimientos. Esta ilusión se manifiesta en la personalización y el carácter fuertemente elocutivo del discurso recordatorio (“en aquellos tiempos yo hacía esto o aquello, con la finalidad de”), y se desarrolla frecuentemente dentro de un esquema lineal o cronológico de la temporalidad. Un ejemplo paradigmático de este tipo de memoria suelen ser las “memorias” escritas de los políticos célebres.

Según Halbwachs, la memoria colectiva es la que “tiene por soporte un grupo circunscrito en el espacio y en el tiempo”. (168) Halbwachs pensaba ciertamente en el grupo en cuanto grupo, concebido a la manera durkheimiana como una colectividad relativamente autónoma —familia, iglesia, asociaciones, ciudad— dotada de una “conciencia colectiva” exterior y trascendente a los individuos en virtud de la fusión de las conciencias individuales. Por eso este autor distingue tantas clases de “memorias colectivas”, como cuantos grupos sociales pueden discernirse en una determinada sociedad.

Además, la memoria colectiva es, para Halbwachs, una memoria vivida por el grupo en la continuidad y en la semejanza a sí mismo, lo que le permite contraponerla a la memoria histórica, que sería la memoria abstracta de los historiadores que periodizan el pasado, lo insertan en una cronología y destacan las diferencias. En efecto, “propiamente hablando no existe una memoria universal. No se puede reunir en un cuadro único la totalidad de los acontecimientos pasados sin disociarlos de la memoria de los grupos que los conservaban en sus recuerdos, sin cortar las amarras que los ligaban a la vida psicológica de los medios sociales donde se produjeron, reteniendo sólo su esquema cronológico y espacial”. (169)

 

Ante la imposibilidad de aceptar la idea durkheimiana de una “conciencia colectiva” que sería exterior y trascendente a los individuos (porque sería una conciencia hipostasiada), la concepción del grupo que nos presenta Halbwachs debe ser ligeramente retocada. Justamente por hallarse “circunscrito en el espacio y en el tiempo”, el grupo que sirve de soporte a la memoria colectiva debe considerarse bajo el aspecto de las relaciones sociales de base que lo constituyen, incesantemente actualizadas por las redes de comunicación que interconectan a sus miembros y hacen posible dichas relaciones. “No es el grupo en tanto que grupo lo que explica la memoria colectiva —dice Roger Bastide— hablando más exactamente, es la estructura del grupo la que proporciona los marcos de la memoria colectiva, definida ya no como conciencia colectiva sino como sistema de interrelaciones de memorias individuales”. (170)

Y. Lequin y J. Métral ilustran admirablemente esta misma concepción cuando concluyen de esta manera, a raíz de una investigación realizada por ellos mismos sobre la memoria colectiva de los obreros metalúrgicos de Givors, Francia:

Se ve cómo va entretejiéndose, más allá de los hombres, una malla de memorias parciales y especializadas que se completan cruzándose, intersecándose y también jerarquizándose. Esto revela —y es algo que no podía verse al comienzo de la investigación— una forma desconocida de sociabilidad a través del funcionamiento mismo del recuerdo silencioso y resucitado. Sin duda es por referencia a esta dinámica, más que por referencia a una frecuencia cualquiera de temas —lo que no es despreciable, como se ha visto, pero corresponde a otro tipo de investigación y corre mayor riesgo de ser parasitado desde el exterior— que puede hablarse de una memoria colectiva. Cada memoria individual participa en su nivel propio de una memoria de grupo que por supuesto carece de existencia propia, porque vive a través del conjunto de todas las memorias a la vez únicas y solidarias. (171)

En pocas palabras, “la memoria colectiva es ciertamente una memoria de grupo, pero bajo la condición de añadir que es una memoria articulada entre los miembros del grupo”. (172) En términos de Fossaert diríamos que la memoria colectiva es aquella que se constituye en y por el discurso social común, en el seno de redes sobre todo primarias, pero también secundarias, de sociabilidad, que dan origen a la proliferación de grupos o de colectividades concretas fuertemente autoidentificadas y conscientes de su relativa estabilidad a través del tiempo. Tanto el discurso de la identidad como el de los orígenes —registrado en la memoria colectiva— son modalidades del discurso social común, cuyas raíces fincan en las redes de sociabilidad.

Lequin y Métral distinguen otra forma de memoria al lado de las precedentes: la memoria común. (173) Se trata de una memoria que también evoca hechos comúnmente conocidos o experiencias comunes de luchas, por ejemplo, pero funciona fuera de todo marco grupal y se obtiene por adición o entrecruzamiento de memorias individuales ligadas a la cotidianidad. “En realidad, no se relata nunca el pasado como algo que no se hubiera compartido —dicen los autores arriba citados—. Al relatar el pasado, uno se hace cargo verdaderamente de los demás, de lo que uno cree ser la memoria de los demás, en un solo y mismo discurso, en una sola y misma historia de vida imaginaria, sin embargo, auténtica”. (174) La “memoria común” constituye, por lo tanto, una especie de prolongación de la memoria individual y se encuentra más cerca de ésta que de la colectiva.

Entre memoria individual y memoria colectiva existe una relación que por cierto ha sido exagerada por Halbwachs. Para este autor, toda memoria individual se apoya siempre en la memoria colectiva y sólo constituye un eco o un reflejo de ésta o, tal vez, un punto de vista personal sobre ella.

Cuando uno recuerda algo, lo hace siempre en tanto que miembro de un grupo; por lo tanto, la ilusión de recuerdos que nos pertenecerían en exclusiva se debe sólo al efecto de encabalgamiento de varias series de pensamientos colectivos (como no podemos atribuir dichos recuerdos a cada una de ellas, nos figuramos que son independientes, que son ‘nuestros’). (175)

Esta concepción corresponde a la dicotomía durkheimiana entre el hombre individual (corporal) y el hombre social creado, impuesto e inserto en el hombre individual por la coacción social. Sin embargo, hay aquí una intuición justa que podría reformularse de esta manera: existe una memoria individual irreducible a la memoria colectiva; pero aquélla se recorta siempre sobre el fondo de una cultura colectiva de naturaleza mítica o ideológica, uno de cuyos componentes es precisamente la memoria colectiva. O expresado en términos más generales: todo individuo percibe, piensa y se expresa en los términos que le proporciona su cultura; toda experiencia individual, por más desviante que parezca, está modelada por la sociedad y constituye un testimonio sobre esa sociedad. “Tenemos que comprender que un recuerdo personal tiene que ser interpretado a veces sobre el fondo de una tradición oral colectiva, y complementada por dichos y leyendas en los que el hablante cree, así como por símbolos que son importantes para él”. (176) De todos modos, la memoria colectiva, si es que existe en el sentido arriba indicado, tiene que funcionar de una manera completamente distinta de la individual.

Ciertamente comparte con esta última su carácter selectivo, constructivo y, a veces, fantasmal. “La memoria colectiva es esencialmente una reconstrucción del pasado —dice Halbwachs—; ella adapta la imagen de los hechos antiguos a las creencias y a las necesidades espirituales del presente”. (177) Por otra parte, “la memoria de los grupos sólo retiene aquellos acontecimientos que también tienen un carácter ejemplar, un valor de enseñanza”. (178)

El presente no crea, por cierto, el recuerdo; éste se encuentra en otra parte, en el tesoro de la memoria colectiva, pero el presente desempeña el papel de esclusa o de filtro que sólo deja pasar aquella parte de las tradiciones antiguas que puedan adaptarse a las nuevas circunstancias. (179)

¿Pero qué es lo que en la memoria colectiva desempeña el papel del cerebro y de sus “centros mnemónicos” en la memoria individual?

La memoria colectiva se objetiva o, si se prefiere, tiene su lugar de anclaje en las redes de sociabilidad y en las instituciones.

Ante todo, en las redes de sociabilidad, en la medida en que se trata de la memoria “de un grupo circunscrito en el tiempo y en el espacio”. ¿Pero cómo?

Según Robert Fossaert, las redes de sociabilidad dan origen, como se ha visto, a una multiplicidad de grupos que no pueden disociarse de una espacialidad y temporalidad determinadas. Todo grupo es siempre y simultáneamente un grupo “territorializado” e inmerso en una temporalidad propia. Ahora bien, la topografía o el “cuerpo espacial” de un grupo humano está lejos de ser una superficie virgen o una tabula rasa en la que no hubiere nada escrito. Por el contrario, se trata de una superficie marcada y literalmente “tatuada” por una infinidad de huellas del pasado del grupo, que constituyen otros tantos “centros mnemónicos” o puntos de referencia para el recuerdo colectivo. Aquí tienen su lugar las variaciones de Halbwachs sobre el tema de la ciudad y sus piedras, “figurando cada una de éstas como una especie de célula nerviosa que ofrece a las conciencias individuales un marco suficientemente amplio para que puedan organizar y reencontrar sus recuerdos”; (180) o sobre el tema de “la inmovilidad de las cosas materiales que nos rodean”, como los muebles, la recámara, el barrio de la ciudad, las montañas y el paisaje rural, que pueden convertirse en conservatorios de recuerdos en medio de las cosas que cambian.