Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

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La tercera diferencia la marcan las de naturaleza “textual”. El cine es, efectivamente, un constructo textual con su sintagmática propia: su lenguaje despliega secuencias de continuidad y discontinuidad espacio-temporal: saltos, elipsis, retrocesos en el tiempo (flashbacks), traslaciones instantáneas en el espacio, utilización de símbolos, etcétera, para lograr figuras expresivas como la metáfora y la metonimia. No obstante, todo ello tiene la limitación de la calidad y verosimilitud de la puesta en escena y de la edición (de excelente a mala), siempre expuesta a mostrar su artificialidad, su simulación, esa tramoya de cartón-piedra que moviliza la fantasmática del espectador. En cambio, en el sueño la metáfora y la metonimia son las figuras “espontáneas” de la condensación y desplazamiento de los deseos y terrores y de su plasmación como significante del sueño, como si el arte (el cine que se fabrica) tendiese a imitar a la vida (el sueño radicalmente soñado, alucinado). Mientras que en el cine las elipsis, flashbacks y símbolos de valor metonímico pueden requerir de un mínimo de racionalización y la verosimilitud del relato puede colapsar si la figura no se entiende o es forzada, en el sueño se dan las situaciones más absurdas sin que se les deje de sentir auténticas: pasos súbitos e inexplicados de una época o lugar a otro, dos personas “juntas” en una al mismo tiempo, aparición disparatada “en escena” de personajes desconectados entre sí en la realidad, entre muchas otras que aparecen en la elaboración secundaria. En suma, el sueño es una “[…] una historia ‘pura’ una historia sin relato […] que no viene a formar (deformar) ninguna instancia narrativa, una historia de ninguna parte que nadie cuenta a nadie”.12

Pese a esa diferencia, Román Gubern subraya que el cine se emparenta con el sueño por la común incapacidad del durmiente y del espectador de modificar o determinar el curso de la historia, cuya precipitación alcanza paroxismos semejantes en las pesadillas y en el cine de terror cuando se ciernen grandes amenazas o peligros.13 Igualmente, el inconsciente no da parámetros a lo verosímil en el sueño como ocurre en el estado de vigilia, lo cual pone al realizador cinematográfico en la libertad de manipular imágenes y sonidos con efectos de sentido semejantes a los de los sueños. Pero lo más interesante de esta última constatación es la independencia de cualquier historia soñada con respecto a sus referentes reales, puesto que los símbolos metonímicos y metafóricos que aparecen en el estado onírico gozan de una autonomía relativa en lo “cultural”, para decir lo menos, lo que nos lleva a otro tema.

En un sueño paso súbita e inexplicablemente del Perú a Afganistán, de la calle en que hoy vivo retrocedo a como esta era hace veinticinco años, pero nada de ello me asombra, como si en el inconsciente no hubiese ni espacio ni tiempo. Claude Lévi-Strauss ha dedicado la mayor parte de su obra a explicar cómo los mitos revelan los diversos sentidos estructurados en lo profundo de una cultura.14 Estos sentidos emergerían hasta en nuestros sueños, estructuralmente determinados por nuestra experiencia cultural y nuestras condiciones de vida. ¿Pero qué ocurre cuando salimos de esas etnias relativamente aisladas que tan prolijamente estudió este antropólogo e ingresamos a las sociedades urbanas de ayer y de hoy, con toda su diversidad de referentes simbólicos, modalidades de modernización y condiciones de vida? Seguramente sus mitos no dejan de estar estructurados, aunque modificándose y admitiendo una miríada de variantes y tensiones, expresión de nuevos miedos y deseos aparecidos por el encuentro intercultural. Gubern observa un vínculo circular entre sueño, cine y mito. Así como el sueño recordado y contado (“editado”) pasa por una elaboración (el Traumarbeit de Freud), la creación del cineasta se genera desde su inconsciente y hace un recorrido de lo latente (la “inspiración”) a lo manifiesto (la obra terminada) que a su vez pasa al inconsciente de cada espectador, que lo integra emocionalmente a sí o no, y eventualmente lo sueña, cerrando el círculo).15 Por ello, la mitogenia del cine (de la ficción audiovisual en general) a menudo retoma, mezcla y difunde elementos provenientes de mitologías y narrativas anteriores (provenientes de la tradición oral, de la literatura o de expresiones iconográficas) que son reelaboradas y difundidas en ámbitos muchísimo mayores.16

Nada de esto ocurre sin conflictos. Hibridarse con lo que seduce y al mismo tiempo se detesta y en todo caso se conoce poco y mal, o identificarse con lo nuevo, que resulta ser más bien su apropiación debido al sesgo impreso por el etnocentrismo perceptivo son algunas modalidades propias de los encuentros interculturales modernos. Puede afirmarse genéricamente que la historia cultural de la humanidad –tomada en su largo desarrollo– comenzó bajo el signo de la inmensa fragmentación que acompañaba a su precariedad material, y que el desarrollo de la técnica en el curso de milenios (agricultura, condiciones, sanitarias, lecto-escritura, transportes, etcétera) disminuyó progresivamente el aislamiento entre los pueblos, cuyas particularidades fueron afirmándose, disipándose o mezclándose según la posición dominante o subordinada que ocupasen unos respecto de los otros. Así, la nutrida migración internacional y los crecientes intercambios desde los años setenta no son más que la última y más intensa etapa de un antiquísimo proceso cuya actual percepción es la de un cambio cualitativo que llamamos globalización o mundialización. No se trata simplemente, según propone Warnier, de una influencia imperialista occidental, sino de cambios más básicos en los estilos de vida inducidos por la irradiación de la industrialización en sus sucesivas etapas, directa o indirectamente, y casi siempre en condiciones de desigualdad y redistribución regresiva.17 La expresión misma “estilos de vida” estaría designando la vecindad y la mutabilidad de las prácticas simbólicas, como si las sensibilidades estuviesen interconectadas entre sí por corrientes subterráneas. Y esto último es sobremanera importante aquí por cuanto atañe al desarrollo histórico del cine, que se extendió muy rápidamente a inicios del siglo XX. Mientras en las pantallas norteamericanas triunfaban los rostros de Mary Pickford o Theda Bara, sus imágenes atraían ya al público popular de las carpas de proyección limeñas, trujillanas o arequipeñas. De modo equivalente al que en lugares tan remotos como Calcuta, San Petersburgo o Tokio llegaban las mismas películas u otras equivalentes. O bien empezaba la producción local, influida menos por la estética del filme foráneo que por sus dispositivos de producción y comercialización. Áreas culturales ajenas, con poco contacto entre sí –acaso apenas entre sus élites– y muy alejadas geográficamente unas de otras sucumbían rápidamente a la novedad absoluta de la narración visual, tanto mayor en cuanto la electricidad era una innovación relativamente reciente. Esta veloz difusión del cine es indisociable de la predisposición común de la mente humana al pensamiento mítico, debajo de la cual se halla la inmensa diver-sidad señeramente estudiada por Lévi-Strauss, debiendo agregarse, como lo observa Gubern, que “[…] el mito es un síntoma elocuente de necesidades sociales, psicológicas o científicas mal resueltas en el plano de la realidad y revela la subordinación de lo real a lo fantástico”.18

En esa medida, la constitución de las culturas populares desde inicios de la industrialización –en las que fue predominando lo urbano y semi-urbano– les dio un común tamiz que las distinguía de aquellas basadas en la tradición oral, carentes de técnicas de reproducción masiva. Esto se hace más evidente si, al margen de la nacionalidad de la producción y de los públicos, constatamos que cada cinematografía trabajaba sus propias leyendas o relatos locales, respetando (y reproduciendo) su contenido mítico, pero dándoles inevitablemente mayor inteligibilidad y comunicabilidad intercultural gracias al lenguaje de las imágenes en movimiento. Esto hacía cualquier relato ajeno más accesible al público, sin discriminación de clase o país. Por cierto, esto pudo haber ocurrido antes con el medio impreso (folletín, novela, historias sacras), pero estos soportes tenían las barreras del signo lingüístico: era necesario saber leer, y leer obras en la propia lengua o traducidas. Fuera de no requerir lectura de signos lingüísticos, las imágenes en movimiento desencadenan identificaciones y proyecciones que por su iconicidad y referencialidad alcanzan potenciales previamente desconocidos en las artes narrativas (sin que esto signifique necesariamente una mayor intensidad en el sujeto espectador).

Pero es crucial sobre todo la especularidad de las imágenes en movimiento, en su acepción lacaniana. Si el cine funciona como espejo es porque el espectador ya pasó por la identificación primaria (el “estadio del espejo”), experiencia fundante que le permitirá posteriormente identificarse sin ver su propio reflejo en el azogue. Así, el yo se construye como un (“su”) punto de vista, o en otros términos, se identifica con su propia mira-da, devenida para él en principio de intelección del mundo exterior. De ahí que el sujeto espectador sea, en palabras de Metz “[…] sujeto puro, omnividente e invisible, punto de fuga de la perspectiva monocular retomada de la pintura por el cine”.19

Si una historia soñada es autónoma con respecto a sus referentes reales y vivida como tal, tanto mayor fue –y es– la novedad del cine, al poder reproducir, más que realidades desconocidas y exóticas las propias fantasías del público. Junto con esta reflexión lacaniana, la idea de Giddens acerca del desanclaje de los referentes simbólicos respecto a las subjetividades locales como detonador de la modernidad20 se aplica rigurosamente al cine. La ensoñación y las identificaciones frente a la pantalla poseen algunas características comunes en diferentes latitudes, lo cual permite teorizar la rápida difusión mundial del cine de ficción a inicios del siglo XX. La veloz acogida dada a los géneros y tratamientos cinematográficos recién aparecidos –o en su defecto la creación de sus equivalentes locales– contrastó con la menor intercomunicación entre las diversas artes escénicas nacionales o locales –que salvo las hegemónicas– han permanecido adscritas a sus particularismos. La diégesis o impresión de realidad provocada por las imágenes vistas en la pantalla es cualitativamente diferente a la de las artes escénicas. Si ensayamos una comparación, el encanto de la escena teatral reside precisamente en su materialidad física y espacial, que no aspira a esa impresión de realidad virtual (término que precisamente radicaliza la producción diegética mediante ciertas innovaciones tecnológicas) del cine. Por naturalista que sea, la dramaturgia teatral requiere por lo menos de algún grado de ritualización que marque y separe el estatuto de quienes están de un lado y otro del escenario, no obstante en contigüidad física. Lo visto y vivido en la escena viva no simula la realidad (como el cine) sino más bien la enfatiza, o dicho en palabras del psicoanalista Octave Mannoni:

 

[…] el actor nunca desaparece detrás del personaje […] se va al teatro para ver actuar y […] en los espectadores hay identificación con el actor al mismo tiempo que con el personaje, en una combinación original que es propia del teatro [y en que los espectadores] bien defendidos contra sus propias tentaciones histriónicas, aplauden…21

Si la proximidad física con los actores y la escena afirman la falsedad de lo que se está representando, a la inversa del cine, la obviedad del artificio potencia la ilusión sugerida.22 Si esta distinción es válida para el teatro occidental convencional, con mayor razón lo es frente a la diversidad de expresiones teatrales de mayor densidad simbólica que rebasan ese marco, del auto sacramental al kabuki japonés, pasando por los montajes de vanguardia. Lugar equivalente ocupa la variada gama de performances públicas con narración ritualizada, puesta en “escena”, música y danzas, decorados y vestuario (folclore, fiestas patronales populares y del ciclo agrario, carnavales), en que el público, lejos de ser pasivo espectador, se fusiona con el acontecimiento. La universalidad del “trabajo” inconsciente de las pulsiones frente al anclaje cultural del significante le da una independencia relativa a la producción y consumo cinematográficos, haciéndola capaz de trascender fronteras culturales en el “trabajo” espectatorial de las identificaciones, sin que ello impida que el hecho de ver una película esté altamente institucionalizado. Metz subraya que la institución cinematográfica consta de dos “maquinarias” que hacen funcionar al medio. Por un lado, la “exterior”, es decir la industria, con sus profesionales, artistas, empresas, circuitos de distribución y exhibición, y por otro la “interior”, la mental, compuesta primordialmente por el deseo interiorizado del cine –la esencia del espectador– y por su capacidad de comprender lo que ve, que lo llevan a pagar su entrada o a comprar un DVD pirata. Una y otra deben calzar perfectamente para mantener su dinámica económica y cultural, que es al mismo tiempo parte de cada psicología individual.23

Capítulo 2
La constitución de un modo hegemónico de narrar

La contraposición entre la unidad del cine (el largometraje como forma narrativa audiovisual y el placer de su espectador) y su diversidad (las particularidades temáticas, estilísticas, de fruición estética y económicas según el país y la región) tienen como telón de fondo la tensión entre imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos, puesto que los límites de unos y otros están muy lejos de coincidir. Al contrario, procesos de influencia y hegemonía por todos conocidos en buena parte animan la competencia por los públicos de casi todo el mundo prácticamente desde la segunda década del siglo pasado, fenómeno inédito en las artes, si miramos hacia atrás. No en vano, Metz destaca la naturaleza sociológica de la institución cinematográfica, que funciona según su contexto específico de espacio y tiempo. En lo referente al tiempo, hace una comparación con la novela, la gran institución narrativa occidental del siglo XIX, orientada entonces a formar la personalidad (el Bildungsroman alemán) o el aprendizaje amoroso (“l’éducation sentimentale” francesa) en sociedades con mucha represión sexual y una esperanza de vida mucho más baja. Si el consumo novelesco estaba frecuentemente dirigido a la lectura y ensoñación de jóvenes adolescentes, este autor nos dice que esa práctica simbólica se ha prolongado en el cine, reemplazando esa función social de la novela, otorgán-doles a los públicos del siglo XX e inicios del XXI una especie de adolescencia permanente, dada la multiplicación de posibilidades de ensoñación en los adultos en un siglo de una esperanza de vida y permisividad mayores.1 Así, al institucionalizarse la fantasía y cantonársele en el silencio y la concentración frente a la pantalla, también la realidad, lo “normal”, se ha hecho socialmente más soportable. A propósito de esa domesticación de las ensoñaciones, Slavoj Zizek resalta cómo lo real –lo no simbolizado, lo brutalmente ajeno e inesperado en la teoría laca nia na– ha sido situado del lado de la fantasía y no del de la realidad, entendiéndosele a esta última como una construcción intersubjetiva socialmente aceptada. Comenta que cuando ciertas producciones hollywoodenses presentaban catástrofes y acontecimientos de pesadilla “inaceptables” durante la vigencia del Código Hays de censura, el protagonista se “despertaba” al final de la película: ¡“todo” había sido un sueño!, lo real irrumpía felizmente solo en la fantasía, y la realidad se reafirmaba como algo reconfortante y familiar.2 A esos cambios culturales se agregan el brillo de los prototipos libidinales ofrecidos por los rostros, cuerpos y comportamientos precisamente de las “estrellas” en los que se condensan los “estilos de vida” deseables que actualmente detectan los estudios de mercado.

Y en relación al espacio de su producción y difusión es imposible disociar el aspecto estético del cine de su funcionamiento como institución social del imaginario. Las fantasías provenientes del inconsciente no conocen de fronteras culturales del modo en que legisladores, productores y comerciantes las establecen. De ahí que lo más destacable de la exhibición de las primeras películas haya sido no su éxito nacional sino la bienvenida que recibieron en los lugares más remotos. Del empalme del desarrollo de los transportes con las técnicas de reproducción de imágenes en movimiento y de sonido salieron dos vectores opuestos pero complementarios. Por un lado, la fundación de la ficción cinematográfica convencional y consagrada, llamada por Noël Burch el modo de representación institucional (MRI), que progresivamente resultará siendo hegemónica, y por otro lado, las particularidades de las cinematografías de otras regiones del mundo, que conservan, según modalidades y grados variables, modos autónomos de mirar y narrar, así como distintas relaciones del espectador con la pantalla.

El mérito del enfoque de Burch consiste en haber ido más allá del marco teórico psicoanalítico para explicar cómo el gusto cinematográfico ha estado asociado a cierta competencia del espectador para leer el audiovisual, siempre aprendida y situada cultural y socialmente.3 Sería demasiado simplista reducir el problema solo a que la determinación impuesta por la variedad temática, lingüística o de tipos étnicos en muchas regiones sea más o menos avasallada por la industria cultural más poderosa, a la sazón la de Hollywood. Estudiando las primeras etapas del cine, sobre todo el norteamericano, el francés y el inglés anterior a 1920, Burch muestra cómo la diégesis fílmica a la cual nos hemos referido requirió de un minucioso trabajo “interactivo” de públicos y productores a lo largo de décadas, no exento de ensayos y errores, para existir como experiencia narrativa y como negocio. Si bien la codificación de los recursos expresivos estándar bajo un paradigma semio-lingüístico ha llevado a acuñar el concepto de “lenguaje cinematográfico” que connotaría exactitud e inequivocidad,4 las gramáticas cinematográficas no dejan de estar basadas en convenciones aprendidas. El MRI plasmó tanto el ideal naturalista del Occidente moderno, cual es la reproducción de la realidad tal cual es observada (y controlada) por el sujeto, cuya figuración del espacio –dramatizada por las técnicas de iluminación– prolonga o se fusiona con la del sujeto, como una vivencia del tiempo que es continua y lineal. En tal sentido, la ficción cinematográfica norteamericana logró en la segunda década del siglo pasado, mejor que la francesa y la inglesa, reconstruir fragmentos de espacio y de tiempo articulándolos mediante una sintagmática tan pulida que alcanzaban la verosimilitud de lo natural. Hizo posibles unas economías narrativas de la plena identificación, digamos de inmersiones imaginarias, que iban dejando de lado los modos de representación “primitivos” de los primeros años, cuya relación del espectador con las imágenes en movimiento era, por el contrario, de exterioridad.

Sin embargo, aclaremos que la difusión mundial del cine no fue propiamente la del MRI sino la de esa cinematografía “primitiva” que profusamente retomaba mediante los primeros efectos ópticos, explotados por Méliès, los trucos del espectáculo de circo, de feria y de music-hall, o bien lo que removía los estereotipos del público, impregnados de un infantilismo que, según Burch, expresaba la animosidad popular.5 Era lógico que este populismo burlesco asequible a precios módicos lograse un notable éxito comercial en sociedades muy desiguales que, vistas a un siglo de distancia, abundaban en puritanismo y resentimiento hacia la autoridad. El ejemplo lo dio su éxito entre los públicos de las clases bajas francesas, en contraste con la indiferencia de los espectadores “cultos”.6 Esta liberación colectiva de lo reprimido, rica en connotaciones escatológicas y eróticas que subvierten las buenas costumbres de las nacientes burguesías la encontramos también en las incipientes cinematografías inglesa y norteamericana. La contigüidad e incluso mezcla de imágenes en movimiento con los ambientes de la festividad popular –la participación conjunta de audiencias y cantantes en los singing saloons londinenses rociados de cerveza, las penny arcades neoyorquinas– de la cual salieron espectáculos en vivo como el music hall y el vodevil, llevando a corto plazo, desde 1906, a la fundación de salas de exhibición colectiva de películas llamadas nickelodeons en los Estados Unidos. Dicho en otros términos, el espectador en estos casos modélicos era “activo”: el diálogo del público con los artistas (réplicas, interjecciones en voz alta, chistes de doble sentido, subida a escena de “espontáneos”) en cierto modo se prolongaba en los efectos de sentido que provocaban los trucos ópticos de las primeras películas, o bien risa, burla y deseo. Detrás de la institucionalización del espectáculo cinematográfico había también una orientación civilizatoria moderna.

Si la burguesía francesa acogió mal el cine primitivo por su vulgaridad, las autoridades norteamericanas y británicas crearon organismos censores, preocupados por restringir la procacidad, la violencia, el consumo de alcohol, y en general para mantener las buenas costumbres. Desde aproximadamente 1911 el disciplinamiento fílmico se fue imponiendo, pues tal como en Londres había para entonces alrededor de 500 salas en que, según un visitante francés, “Jamás se constató el menor tumulto, la menor discusión. Toda la atención de los espectadores se dirige a la pantalla, y solo al acabar la película silban al ladrón y aplauden ‘siempre’ al policía”,7 en las salas elegantes de Manhattan, mandadas a construir por Adolph Zukor, había fornidos ushers dispuestos a poner coto a cualquier desorden. En otros términos, nos damos nuevamente con el empalme de un lado de la pantalla con el otro, característico de la institución cinematográfica, pues la institucionalización de las condiciones sociales del espectáculo –al disminuir a la insignificancia la liberación catártica de las pulsiones temidas por el ciudadano “serio”– va aislando al espectador del entorno colectivo y sumiéndolo en sí mismo, como en el sueño, en la diégesis. Ese cambio implicaba transformar el espectáculo, llevarlo del estado de tosquedad y exterioridad de las primeras producciones a una narratividad de calidad, suficientemente sofisticada para que la impresión de realidad de las imágenes en movimiento se interiorice como experiencia personal. Ese salto, nunca bien destacado, era artístico, económico e ideológico, puesto que además de la inventiva de los virtuales fundadores del relato fílmico como D. W. Griffith, se requería de ingentes recursos para producirla, así como de la logística y el equipamiento para comercializarla y publicitarla. El precio del boleto, muy superior al de los nickelodeons, obligaba a contar con una demanda voluminosa para prorratearlos, de acuerdo con el principio del industrialismo fordista. El gran capital corporativo debía entonces constituir su materia prima, los públicos masivos, incluyendo tanto a las clases populares como a las medias y altas, a la población asentada previamente como a los numerosos inmigrantes de ultramar que se servían del cine como vehículo de asimilación al país que los acogía.

 

Este verdadero cambio de escala del negocio explotaba el nuevo lenguaje narrativo y lo iba desarrollando mediante producciones de altos costos, modificando o introduciendo nuevos géneros en la medida en que la exigencia de maximizar audiencias exigía conciliaciones de contenidos o tratamientos poco compatibles entre sí. De esta manera, se asentaron géneros como el western y más adelante el policial, cuya pedagogía moral pequeñoburguesa (oposición maniquea entre buenos y malos, policías y ladrones, americanos blancos “civilizados” e indígenas “salvajes”), se combinaba con cierto voyeurismo del crimen. El propósito edificante de mostrar esos contrastes hasta la exageración afirmaba al puritanismo anglosajón como ideología hegemónica de una sociedad convulsa y anómica cuyo rostro no convenía mostrar sino bajo el sesgo de la idealización. No se trata tanto de las limitaciones que el recato impusiese severamente al erotismo fílmico,8 sino del mensaje “civilizatorio” que subyacía a menudo en los géneros cada vez que triunfaban los “buenos”. A diferencia del eclipse del héroe en la novela desde el realismo a lo Flaubert, la cultura popular cinematográfica en ascenso era altamente mitogénica, pues al estar “plasmado como contradicción entre la verdad y su máscara”, citando a Gubern,9 el mito en ese contexto respondía a aspiraciones de ascenso social y comodidad material como a miedo hacia lo desconocido y hostil del mundo urbano en formación. Esa necesidad antropológica de simbolización en medio de la bruma del cambio dinamizaba el consumo de unos productos fílmicos cuyos contenidos fuesen diseñados para que el arte satisfaga lo que la vida no da. De hecho, esto era particularmente complejo por la confluencia histórica del inigualado crisol de proveniencias geográficas, lenguas y orígenes étnicos que constituyó la migración a los Estados Unidos10 en la misma época en que la diégesis cinematográfica era in ventada. Gubern subraya que la interacción de lo uno y lo otro fue decisiva para constituir la identidad nacional norteamericana. Al compensar en lo imaginario los conflictos de la multiculturalidad acontecidos en la realidad, la mitogenia hollywoodense plasmó su fuerza en el glamour–el extremo fulgor de los rostros, los cuerpos y los estilos de vida– fascinando a la cosmopolita variedad de espectadores populares de las ciudades de ese país, negándose en la pantalla la estratificación étnico-cultural con supremacía WASP (White Anglo-Saxon Protestant) que ocurría en la realidad.11

Esta insoslayable confluencia de cine y cambio cultural en medio de la cual se formó el MRI trajo consigo otro modo de contemplar los rostros y los cuerpos. El primer plano consagró la belleza y la fealdad dándoles el valor social de metonimias del bien y del mal, de lo deseable y lo aborrecible. Proeza de la técnica hasta entonces imposible, capaz de reproducir ante el ojo común la iconicidad nunca antes lograda, ofrecida por la percepción de movimiento sucesivo de los fotogramas presentados. La ilusión se naturalizaba y socializaba, tanto más cuanto el perfeccionamiento de los equipos de filmación y proyección permitió estandarizar la extensión de las películas al tiempo convencional del largometraje (más de una hora de proyección) para darle al espectador una fruición de duración óptima que le dejase la sensación de haber recibido una narración completa. Con ello, el cine se situaba operativamente al lado del teatro, aunque también abandonaba en forma definitiva sus influencias, sobre todo el travestismo de los personajes que hubo en los primeros años y una representación del espacio tributaria de la escena a la italiana.12 Además, su sobredosis diegética le daba irónicamente ventajas comparativas que desplazaban al espectáculo “real” en vivo (teatro, ópera, vodevil, sainetes y espectáculos de feria) llevándolos a buscar nuevas especificidades. Por otro lado, la misma identificación del punto de vista del espectador con el de la cámara mediante el cual las primeras películas rompieron con el estatismo de la escena teatral, le dio a aquel, gracias a la ubicuidad de la cámara, la cualidad omnisciente y omnipresente de saberse en distintos espacios y de moverse en tiempos diferentes sin perder su posición central.13 No puedo soslayar la importancia adquirida por la identificación/proyección con el/la personaje protagónico/a (ni el deseo del/de la protagonista del sexo opuesto) por la fuerte tipificación arquetipal que unos y otras recibieron entonces y no dejan de mantener a lo largo de más de un siglo, desde los tiempos silentes de Rodolfo Valentino y Lillian Gish hasta Scarlett Johansson pasando por Greta Garbo y Charlton Heston. Los rostros de los divos o estrellas (denominados en su conjunto star system) eran (y son) arquetípicamente occidentales; a través de ellos se han venido expresando las percepciones de la belleza y sus estilizaciones en épocas sucesivas y en todos los lugares del planeta que el nuevo medio ha alcanzado, comunicando –qué duda cabe– sus atractivos, y junto con ellos, los géneros cinematográficos. A medida de su consolidación, el modo de representación institucional (MRI) le dio a sus géneros un inmenso potencial para narrativizar cualquier referente propio o ajeno. El magnetismo de los divos sobre las multitudes se convirtió en garantía de un éxito tan grande que rebasaba sus cualidades histriónicas y los roles que encarnaban. Esa luz propia la tuvieron actrices como Lillian Gish en The birth of a nation (El nacimiento de una nación, 1915) de David W. Griffith, y entre otros, los actores Tom Mix, protagonista de epopeyas mudas del Oeste (westerns) y Río Jim (el justiciero que desde 1913 lanzó Thomas H. Ince, introduciendo con él los paisajes agrestes en la mitología cinematográfica). Rodolfo Valentino en The four horsemen of the Apocaplyse (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, 1921), paradigma del latin lover, provocó suicidios femeninos tras su muerte en 1926. El héroe del cine de aventuras Douglas Fairbanks – La marca del Zorro (The mark of Zorro, 1920), The thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad, 1924) por mencionar algunos de sus títulos– y su segunda esposa, Mary Pickford, fueron llamados “rey y reina de Hollywood” cuando fundaron, con Charles Chaplin, la United Artists.14 Chaplin es, en cierto modo, un caso aparte, pues el éxito se lo debió a su agudo sentido del humor, basado en la parodia crítica sin concesiones, con personajes de mayor complejidad psicológica que la simple slapstick comedy y los tortazos en la cara con los que empezó al lado de su maestro Mack Sennett. No dejaba de reírse ni de los poderosos ni de tomar partido por los personajes populares, comenzando por él mismo, el Charlot creado en 1915. La alusión a Chaplin es útil precisamente por la compleja evolución de su obra, que tiende ejemplarmente puentes entre el mundo de la pantomima y del circo del que provenía desde sus modestos orígenes londinenses hasta sus comedias de mayor acabado, en que además de dominar su característica mezcla de humor, ternura y mordacidad constituyó una narrativa fílmica con llegada a públicos de todos los continentes.15