Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

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Tomemos nota de que si la ocurrencia cómica (o ridiculez involuntaria, o simplemente gag) es el grado cero del humor, y la sucesión de sonrisas y lágrimas expresa lo elemental del melodramatismo, el sentido de lo uno y lo otro se remontan a las percepciones más tempranas del niño que empieza a ver el mundo circundante. Al reírse por los gags vistos en la realidad, el infante proyecta el manejo aún inexperto del propio cuerpo en la torpeza, involuntaria o no, del adulto que “cambia” ante él su rol al “cometer” un gag, de modo equivalente a como la sonrisa y la lágrima de los padres lo pueden perturbar inmensamente. Sin pretender profundizar aquí en las diferencias antropológicas, y siguiendo la teoría sobre las fantasías infantiles de Melanie Klein,16 planteo hipotéticamente que la interpretación y representación mental de la percepción externa es homóloga en distintas áreas culturales cuando se trata de estímulos que mueven la afectividad básica, como ocurre con las imágenes en movimiento con comportamientos corporales “sobreactuados” de las primeras décadas como los mencionados, lo cual constituye una especie de común denominador transcultural.

En esa medida, puede explicarse la rápida diseminación del espectáculo cinematográfico. Después del lanzamiento exitoso del cinematógrafo por los hermanos Lumière le cupo a su compatriota Charles Pathé fundar la primera empresa productora y distribuidora transnacional, con sucursales abiertas rápidamente en ciudades europeas, extendiéndose a lugares remotos como Calcuta, Melbourne y Singapur desde 1906. Como señala Alberto Elena, el lema de su empresa Pathé Frères “a la conquista del mundo” (“à la conquête du monde”) ilustraba bien la supremacía francesa sobre los mercados internacionales de anteguerra.17 Las películas populacheras y granguiñolescas de Ferdinand Zecca de géneros diversos, y la comicidad de vodevil más sofisticada de Max Linder18 fueron los pilares del imperio Pathé, cuya magnitud la ilustran sus ingresos, que en 1912 provenían en un noventa por ciento de fuera de su territorio nacional. Esto comenzó a ceder ante el empuje norteamericano en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. El avance del cine estadounidense se debió a sus ventajas comparativas industriales y a su capacidad de gestión de los mercados internacionales en lo económico, pero sobre todo a la invención de una gramática y una mirada mejor ajustadas a espectadores diversos (como lo eran los inmigrantes) en comparación con el “atraso” de los franceses, limitados –Burch dixit– por la indiferencia de las élites.19

Por un lado, desde la fundación de la Motion Pictures Patents Company (MPPC) las empresas norteamericanas reorganizaron la industria aprovechando su ventaja de poder amortizar sus costos sin necesidad de exportar, para luego competir en los mercados mundiales en base a precios bajos, atractivos para los exhibidores locales de otras regiones.20 Después de reemplazar Londres por Nueva York como cabecera de playa de la distribución, Hollywood logró saltar a Gran Bretaña y Alemania, aunque menos a los países mediterráneos, a Europa del este y a América Latina. En muy poco tiempo las exportaciones de Estados Unidos reemplazaron a las euro-peas en nuestro continente, al extremo de que la cinematografía italiana, que conoció un periodo de fuerte crecimiento basado en producciones de alto costo con fastuosas reconstrucciones históricas se descalabró con la penetración de las películas norteamericanas en América Latina, sobre todo en la Argentina. México, pese al fervor revolucionario que limitó la importación del cine norteamericano, terminó plegándose, junto con el resto de América Latina, a una americanización del gusto que alcanzó un ochenta por ciento de películas provenientes de Hollywood.21 Más allá de América Latina, este predominio se extendió a otros continentes. Además de Australia y Sudáfrica, cuyos públicos eran fácilmente accesibles por afinidades lingüísticas, el cine norteamericano llegó al Asia. Fuera de su fácil impacto en Filipinas debido a su estatuto de colonia norteamericana, llegó a China, Japón y la India, empezando desde 1910 a suplantar la oferta de Pathé, consolidándose pocos años después gracias al empuje de la Universal y de otras majors, al extremo de que mercados renuentes como el chino se rindieron, y en la India aún británica la película más popular de la década de los vein-te fue el ya mencionado The thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad), de Raoul Walsh. El cine occidental se expandió en un lapso relativamente corto de las élites hacia los públicos urbanos masivos, demostrándose que carecer de educación occidental no era óbice para ser receptivo ni a la slapstick comedy ni a las escenas fuertes de acción. Sin embargo, durante el periodo silente lo común era que la proyección estuviese acompañada de música para darle anclaje emocional, e implícitamente hacer las imágenes más comprensibles, por lo cual, como bien señala Elena, nunca hubo un cine realmente silente. Además de cumplir funciones cognitivas y emotivas, la música sirvió de puente en países no occidentales entre tradiciones culturales locales anteriores e imágenes en movimiento foráneas, sobre todo a partir del periodo sonoro.22 La presencia de la música en los inicios del cine debe asociarse con la danza, y en general con el lugar ocupado por las artes escénicas en cada contexto cultural particular. Esto se hizo notar con el advenimiento del cine sonoro a fines de la década de 1920 (aunque en varios lugares entrada la de 1930), ocasionando una reversión cultural en algunos países, pues las nacientes industrias nacionales pudieron afianzarse en sus propias lenguas (y hablas), en sus acervos populares y en su música. Si no ha de asombrar el éxito en el mismo Estados Unidos de los musicals hollywoodenses, equivalentes fílmicos de los espectáculos de Broadway y de los filmes argentinos con profusión de tangos cantados por Gardel (rodados en los estudios de la Paramount), en sinnúmero de territorios, al contrario, el crecimiento de.

Capítulo 3
Marginalia

Ante la universalización del cine y su potencial de ensoñación, es preciso discutir acerca de la especificidad de los cines nacionales, con o sin entrecomillado, o en todo caso, del producido en las grandes áreas geoculturales del mundo. No obstante, estoy muy lejos de suponer que a una cinematografía particular pueda reconocérsele “esencias”, rasgos inmutables. No más que a la cultura de la que forma parte, y en todo caso menos, en la medida no solo de la brecha cerrada en la experiencia cinematográfica entre referente imaginario y realidad vivida, sino por el cosmopolitismo inherente a la historia de las imágenes en movimiento, puesto que estas, sus autores y sus negociantes, más el deseo mismo de verlas, no dejan de “viajar” mental y físicamente desde hace más de un siglo, acelerando los procesos de innovación e influencia intercultural.

Es innegable, sin embargo, que el conocimiento (y reconocimiento artístico) de las cinematografías de la periferia ha estado en función de la industria dominante, la norteamericana, que pretendía encarnar una discutible universalidad. Tanto la circulación comercial de las obras más notables del Extremo Oriente (digamos del Japón hasta hace unas tres décadas) como de la India, de América Latina, e incluso de Europa del Este, dependía ya sea de distribuidores independientes, de agencias estatales (como Sovexportfilm) o del interfaz cultural fortuito (como el del cine hindú en el Perú), de afinidades intrarregionales (las producciones mexicanas y argentinas en América Latina, las hindúes en el Egipto, las de Hong Kong en la cuenca del Pacífico), o bien del éxito en los grandes festivales internacionales europeos o en el Oscar para las más sofisticadas. Este dominio de las metrópolis, sobre todo el capital simbólico adquirido por triunfar en Cannes o en Venecia, generó un efecto de espejo en los productores del Tercer Mundo al reconocer sus cualidades mirándose a través de los ojos del Otro. Pese al lugar correlativamente asimétrico ocupado por países ricos y pobres en los grandes festivales, es evidente que son estos grandes eventos los que le abren las puertas a muchas realizaciones, que de otro modo permanecerían ignoradas y sus autores inactivos. En esa medida, los festivales, es cierto cada vez más permeados por el mercado, son foros cosmopolitas en los cuales –injusticias en más o en menos– sí se tiende a una mundialización del cine de alta calidad.

Empero, la marcha más o menos exitosa de las cinematografías nacionales no impide constatar que detrás de la superioridad comercial de Estados Unidos y de las cualidades de sus narrativas existió y subsiste un designio francamente hegemónico. Podemos interpretar esto de dos mane-ras. Por un lado, efectivamente, las imágenes norteamericanas podían haber sido, según los diversos lugares de exhibición, “[…] vehículos más adecuados para la expresión de las emociones contemporáneas que el universo insular del cine británico”, como dice Iain Chambers al explicar el éxito de Hollywood en la Inglaterra de los años cincuenta, pues “[…] prometía un mundo más ‘abierto’ y más ‘real’ […]”1 que la reproducción paternalista de las clases subalternas por los cineastas nacionales, al rehusarse al nuevo orden que las formas culturales americanas aportaban. Invocando escritos de Antonio Gramsci que no excluyen las formas culturales norteamericanas de lo nacional-popular, Chambers enfatiza que había conservadurismo en la aprensión que provocaba entre los intelectuales ingleses esta “americanización”.2

Pero por otro lado, más allá de esa inducción innovadora, debe recordarse que los orígenes históricos de las imágenes en movimiento fueron indisociables de la contemplación de lo exótico por los occidentales, al margen de las imágenes progresistas que pudiese exportar el cine de Estados Unidos. El punto de vista del espectador del Occidente triunfante de inicios del siglo XX resultaba investido de cierto poder visual gracias a la ubicuidad ficticia que da la identificación, permitiendo estar en todos lados y atravesar cualquier época, de manera que el nuevo medio prolongaba “[...] El proyecto museístico de reunir en la metrópolis objetos zoológicos, botánicos, etnográficos y arqueológicos […] podía sumir a los espectadores en mundos no europeos, dejándoles ver y sentir civilizaciones “extrañas”. Podía transformar el oscuro mapamundi en un mundo conocible y familiar.3

 

El trasfondo ideológico de dar a conocer el mundo en imágenes “como en una exposición” en las sociedades metropolitanas no tardó en originar cierta lógica identificatoria particular en los géneros de aventuras europeos y norteamericanos. Películas ambientadas en lugares y tiempos lejanos con héroes occidentales se convirtieron en el modo masivo de retratar al Otro cultural y étnico como inferior y afirmar la superioridad de la occidental por el solo hecho de su capacidad de representarlo y convertirlo en un estereotipo. Con el traslado de este orientalismo–para usar el término de Edward W. Said–4 de la literatura al cine nació un sentido común, versión popularizada de las preocupaciones antropológicas de las élites intelectuales, para adquirir “[…] en un periodo de tiempo intensamente comprimido, los códigos de una cultura extranjera que se muestran como algo simple, superficiales y fáciles de entender”.5

Identificados con la cámara y con los héroes protagonistas de películas ambientadas en lugares remotos como la India, Egipto o México, los públicos de países centrales han encontrado en los grandes divos de distintas épocas, desde Rodolfo Valentino hasta Harrison Ford y Sean Connery, pasando por Charlton Heston, sus representantes narrativos, ideológicos y étnicos al mismo tiempo. Poco importó para Hollywood que los personajes protagónicos positivos fuesen nativos u occidentales, pues la regla durante décadas fue siempre que los encarnen actrices o actores blancos, pues la “universalidad” del héroe requería que sea la del blanco, enlazán-dose las exigencias racistas y comerciales en el casting, mientras que los roles de los personajes negativos sí podían ser asignados a actores no blancos, puesto que el espectador estándar no se identificaba con ellos. Así, mediante el star system el héroe idealizado por sus virtudes y su belleza (y el espectador imaginariamente “presente” en la historia contada a través de ella o él) mantiene cierto peso personal propio con respecto a la ficción relatada, dándole con ello un estatuto singular a la verosimilitud.6 Así como Charlton Heston y Anne Baxter fueron Moisés y Nefertiti en Los diez mandamientos (The ten commandments, 1956) de Cecil B. DeMille y Marlon Brando hizo del japonés Sakini en La casa de té de la luna de agosto (The teahouse of the August moon, 1956) de Daniel Mann, Jim Caviezel interpreta a Jesucristo en La pasión de Cristo (The passion of the Christ, 2004) de Mel Gibson, ninguno de ellos pierde su identidad de estrella occidental a favor de la figura que representan.

El travestismo cultural del héroe del cine hegemónico y de sus comparsas tiene una dimensión lingüística fundamental al imponer y naturalizar la lengua inglesa. A diferencia de la imagen visual, que es fácilmente reconocible en distintas culturas, el signo lingüístico es arbitrario y no icónico; es aún más diferenciado por la entonación, el acento local y rasgos de clase, de tal suerte que, como señalan Shohat y Stam,

[…] el lenguaje define el lugar en que las batallas políticas se desarrollan […] la gente no entra simplemente en el lenguaje como a un código primario, participa en él como sujeto constituido socialmente y su intercambio lingüístico está modelado por las relaciones de poder.7

Revestido por diálogos hablados en inglés (o subtitulados, o bien doblados a un acento hispanic estándar que no borra las marcas de enunciación anglosajona) el cine hegemónico pone su impronta en el punto nodal de la ensoñación fílmica. Hablar “normalmente” la lengua metropolitana es ocupar el rol superior en la trama, hablar defectuosamente o con una simulación de acento local es adoptar el lugar del Otro inferiorizado, de modo que la puesta en escena cuenta con un aspecto de “puesta lingüística” inevitablemente ideológico y constitutivo del MRI de Hollywood. Resulta por lo tanto estratégico asomarse aunque sea someramente a la constitución de modos no occidentales de narración fílmica.

Me referiré seguidamente a dos muy singulares, los de la India y del Japón, y también a las obras de los realizadores Robert Bresson y Alexander Sokurov, francés y ruso, respectivamente, por sus distancias respecto al modo de representación convencional. Esto nos dará un marco que facilite comparaciones que lleven a ubicar en el siguiente capítulo el lugar de las cinematografías latinoamericanas, en particular el de la peruana.

Además de ser grandes y antiguos productores, la India y el Japón interesan porque a su vez una y otra cinematografía guarda entre sí diferencias de relieve sociológico y artístico. Mientras en el cine japonés se mantuvo cierta continuidad histórica entre su dramaturgia y sus artes gráficas y plásticas anteriores en un marco de públicos educados voluminosos, lo que permitió creaciones fílmicas originales como las de Ozu y Mizoguchi, en el cine hindú, salvo por una minoría de realizadores sofisticados, se calcó en la pantalla las performances artísticas populares de manera gene-ralmente literal, ingenua y exacerbada, poniéndolas a disposición de un público vastísimo. Dos maneras distintas de crear comunicación audiovisual masiva con rasgos propios cada una a sus respectivas sociedades, pero sobre cuya base surgen verdaderas obras de arte. Provocan una emoción estética que permite franquear la barrera de lo desconocido y lo conocido, lo extraño y lo propio circulando por el mundo. Y eso es lo propio del cine, pues, como escribe el director de Cahiers du Cinéma:

[…] es el arte que habrá cumplido más completamente con los requisitos de esta época particular, […] mantiene, durante su primer siglo de existencia, una relación íntima, estructural, con la forma nacional como modo de organización apropiado de las colectividades humanas en el curso de ese periodo.8

La India

El crítico Roy Armes sostiene que aun la cinematografía de la India, desde sus inicios con Raja Harischandra (1913) dirigida por el pionero Dadasaheb Phallke, pese a basarse en un argumento mitológico –inspirado en biografías filmadas de Cristo vistas en Europa– no dejaba de someterse a la codificación de la tradición hindú implantada por los colonizadores británicos.9 Sin embargo, pese al elemento occidentalizado y presuntamente “espurio” respecto a la cultura hindú, esta película en vez de dirigirse al segmento elitario aficionado al cine occidental, inglés y francés, buscó los recintos populares, obteniendo gran éxito entre quienes jamás habían visto imágenes en movimiento Era inevitable que Phallke tomase como referencia lo que había visto previamente en Londres y ahí se equipase de cámara, equipos de procesado, material virgen… y de ideas. Por lo tanto, difícilmente puede disociarse el carácter nacional de una cinematografía, no importa cuál sea la época en que emergió, del modo internacional en que constitutivamente se difundió. Por cierto, puede esgrimirse que detrás de la cinematografía estaba el imperialismo, pero eso no impide que en algunas regiones del mundo –más que en otras, es verdad– haya podido desarrollarse una industria genuinamente nacional de un arte en última instancia cosmopolita. Solo trece títulos de entre los más de mil de los producidos en la India durante el periodo del cine mudo se conservan. Esa base comparativamente sólida permitió que la industria tuviese un desarrollo sostenido mediante la llegada del cine sonoro que permitía enfatizar los géneros musicales. Hay únicamente diez canciones en Alam Ara (Ardeshir Irani, 1931), primera película sonora hindú estrenada en Bombay (de la que ya no existen copias),10 pero en producciones posteriores llegó a cantarse unas setenta, en medio de profusos despliegues de danzas y leyendas escenificadas. El componente musical no ha sido ni es la única regla del cine hindú, pero sí puede afirmarse que la utilización de la música ha atravesado distintos géneros: melodramas, historias de santos, crítica social. Sin pretender reseñar la historia del cine hindú (por lo demás nuestro poco conocimiento nos lo impediría) no puede dejar de mencionarse que las primeras producciones sonoras con las que despegó Bombay Talkies, la gran productora de esa ciudad, fue el antonomásico melodrama Achchut Kanva (1936) dirigido por el alemán Franz Osten, que escenificaba los amores trágicos entre un joven brahmán (de casta alta) y una joven de la casta de los intocables, precisamente en el periodo de luchas anti-coloniales y sociales lideradas por Mahatma Gandhi. La inventiva hindú encontraba una veta de originalidad en la musicalización de los fílmes, mezclando motivos e instrumentos populares con orquestaciones a lo occidental, como ocurrió en obras de corte histórico, religioso o legendario como Sant Tukaram (Vandruke Shantaram, 1937), premiada en el Festival de Venecia. De manera que el compromiso con una estética nacional de valorización de los acervos regionales y tradicionales no se contradecía con la modernización urbano-industrial del país. Más aún, desde los años treinta la Bombay Talkies optó por el igualitarismo en un país de castas, tanto en el contenido de sus películas como en su comportamiento empresarial.11 Debe destacarse que los embates de la Segunda Guerra Mundial pusieron los estudios de Bombay, Calcuta y Madrás en crisis, propiciando, al contrario, la inversión cinematográfica desde el mercado negro, lo cual le dio a las actrices y los actores la tajada del león de una cinematografía que no dejaba de producir.

Pero esta consolidación de un star system no se asemejaba al de Hollywood, puesto que los tratamientos melodramáticos y populistas se profundizaron bajo influencias extranjeras, al tratarse de un país mayoritariamente pobre.12 Estas particularidades lanzaron a personajes popularísimos que hacen preciso destacar a dos realizadores. Uno de ellos es Raj Kapoor, actor, productor y también director –conocido por la célebre Awaara (El vagabundo, 1951) y sobre todo por Mera Naam Joker (Joker, 1970), una de las películas con mayor público y más tiempo en cartelera de toda la historia de la exhibición cinematográfica en el Perú–, y el otro es Mehboob Kahn, autor de Bharat Mata — Mother India (Madre India, 1957).

El interés de Joker consiste sobre todo en la originalidad de los tipos de hibridación mostrados, seguramente ilustraciones del horizonte aspiracional de la modernización hindú de los sesenta en colisión con pesadas tradiciones. Obra destinada a entretener a un auditorio popular extenso y variado, ni pretende ser obra de arte ni menos de construir verosimilitud según referentes sociales reales. No hay problema en que, de adolescente, el protagonista se eduque en un colegio católico inglés destinado a la alta burguesía poscolonial, siendo hijo de una viuda indigente, ni que parezca ostensiblemente mayor que sus compañeros de clase cuando enamora a su profesora. Siendo tributaria del musical americano, la sucesión de canciones que jalona el relato es, sin embargo, envuelta en el “paquete” de la vida circense que sostiene la película, justificando una variedad de otras performances (danza nativa, acrobacia, fieras, payasos, cómicos de la calle) que la alejan de Hollywood y la ubican más bien en un Bollywood (Bombay) atento a un público mayoritariamente pobre para brindarle un espectáculo que prolongue en lo audiovisual la diversión familiar de la feria tradicional. Es así que el recorrido de Joker es de supervivencia y de soledad más que de lucha contra la pobreza y de búsqueda de éxito individual, por más que la dirección artística occidentalice la atmósfera de la ficción. Tironeada entre un lado occidental y uno nativo, en una mezcla imaginaria probablemente coherente para el público hindú, la narración en sus tres horas lleva al héroe desde la adolescencia a su vejez en la que transcurren relaciones amorosas, todas desgraciadas sin hacer fortuna, como si la moraleja fuese que el precio de la individuación es la soledad, y al contrario se exaltase el éxito económico expresado en emblemas occidentales de estatus mezclado con valores hindúes de seguridad familiar, pues las mujeres abandonan a este payaso una y otra vez por hombres de éxito. Y tanto más si la dependencia afectiva y los sentimientos culposos llevan al protagonista a presentarle la novia a su madre (que muere inverosímilmente viendo al hijo en el circo) para que dé su consentimiento.

 

Mera Naam Joker es el melodrama de una derrota que, según el espectador del cual se trate, tiene toques de comedia. Se ensalza a la madre enfáticamente desvalida que quiere una esposa burguesa para su hijo, a diferencia de otra madre cuyo perfil simbólico forma parte de tradiciones premodernas. Esta es Radha, el personaje protagónico de Bharat Mata — Mother India (Madre India), interpretado precisamente trece años antes por Nargis, la misma actriz que hace de madre en Joker.

Si la originalidad de la película de Raj Kapoor estriba en el kitsch particular de la modernización hindú, la de Mehboob Kahn adopta una perspectiva distinta, más sensible a la pervivencia de viejas tradiciones. El largo flashback de los recuerdos de Radha, ya anciana, estructura la película. La reminiscencia de su amor juvenil con Shampo, quien será su esposo, no deja de regresar, aunque predomine su sufrimiento, radical, sin comicidad. Radha labra la tierra por décadas, sometida a Sukhilala, el comerciante alfabeto que le compra cosechas a precio vil en medio de una pobreza que el cuidado de sus dos hijos agranda. Ser rico es tener dos vacas. Shampo abandonó el hogar al perder ambos brazos en un accidente de trabajo. Su gesto de dignidad al saberse inútil marca la centralidad del trabajo en el flujo de la vida, lo cual hace de la condición campesina algo heroico, pero de un heroísmo liderado por la madre. Esta no lo es solo de sus dos hijos; es una madre mítica, matrona celebrada por la comunidad entera, puesto que la tierra germina por sus esfuerzos arándola. Tierra y madre se remiten una a otra en una metáfora de la fecundidad que se extiende al conjunto de la naturaleza, puesto que la lucha –más contra la desgracia que contra la pobreza– es telúrica. Las lluvias torrenciales del monzón, los incendios y otros desastres le sirven a Mehboob Kahn para inventar una eficaz estética del padecimiento, que no deja de alternarse con música, canciones y despliegues coreográficos inspirados en una aparente fusión del musical occidental con danzas típicas, cuyos textos comentan unas acciones cuyo desenlace será trágico. Tal como en Joker, la madre le pide al hijo que se case. Radha lleva a su díscolo y violento Birjoo al matrimonio con Rooja, hija de Sukhilala. Pero en plena boda el clima festivo se enerva cuando este arremete contra la novia, y pese a las súplicas de Radha, también golpeada, mata sin piedad a Sukhilala por recuperar un par de brazaletes de oro presuntamente mal habidos. Tras el crimen, Birjoo rapta a la novia y huye, convertido en bandido, para reencontrarse poco después con su madre, quien tras dispararle un balazo en el pecho lo toma en sus brazos entre sollozos para que muera con ella. “Sacrificaré a mi hijo pero no a mi honor”, había dicho Radha, verbalizando radicalmente su idea de una responsabilidad materna que, más allá de la familia, abarca a la comunidad local –“la tierra”–, cuyo código de honor debe ser defendido, pues la novia, Rooja, es “hija de toda la aldea”.

No es simple coincidencia que a este final de Madre India pueda calificársele de operático. Los sentimientos exacerbados de pertenencia y los desgarramientos de la identidad forman parte de las experiencias de la modernidad y la individuación, vividas colectivamente como el desmoronamiento del antiguo mundo social y al mismo tiempo como hallazgo de la libertad. Las expresiones artísticas pueden ser entonces grandilocuentes, como en las óperas de Verdi, o en películas hindúes como esta –sin equipararlas, claro está– cuando autores y públicos comparten la importancia de los valores puestos en juego. Y esto es tanto más verdadero en una realidad como la hindú de los años cincuenta, en que el sistema de castas aún inducía vínculos fuertes de afecto comunitario en las clases inferiores.13 Toda emoción estética está inmersa en redes de interacción y en formas expresivas particulares. La manera de producir una “impresión de realidad” o diégesis variará entonces según el marco cultural. Sería por lo tanto tan arbitrario atribuirle “atraso” o cursilería al cine de Mehboob Kahn, como subrayar la falsedad de las antiguas escenografías y puestas en escena estáticas de la ópera italiana, francesa o alemana. Sin relativismos, el modo de representación –en la acepción burchiana– está condicionado por la historicidad de cada público, en este caso el de la India. El corolario sería constatar la gran diversidad de las artes, sin que ello impida variedad de lecturas y apreciaciones, ni menos el encuentro intercultural entre obras de distintas procedencias y épocas. De hecho, Bharat Mata — Mother India casi gana el Oscar a la mejor película extranjera,14 pese a sus numerosas imperfecciones desde la óptica de la ortodoxia occidental. En sus casi tres horas de duración abundan la falta de raccords de luz, las rupturas en el desempeño de los actores (con pasos rápidos de escenas inverosímilmente sobreactuadas a otras carentes de interpretación) y discontinuidad en la construcción de la ambientación, que oscila entre escenarios naturales muy bellos y exteriores simulados de cartón piedra.

En cambio, la obra de Satyajit Ray debe ser ubicada en la vertiente opuesta, la de una narrativa cinematográfica que opta por el modo de representación institucional occidental, sin por ello carecer de rasgos nacionales propios. Muerto en 1992, el bengalí Ray perteneció a una familia de intelectuales acomodados de Calcuta, cercanos al escritor Rabindranath Tagore y sensibles a la infuencia inglesa.15 Habiendo conocido a Renoir cuando rodaba Le fleuve (El río) y marcado por el neorrealismo italiano en sus primeras películas, su concepción fue definitivamente autoral y sistemáticamente intercultural, tendiendo puentes entre la India y el Occidente, familiares y positivos para él. Aunque la obra cinematográfica de Ray obtuvo en general éxito comercial en la India, fue gracias al reconocimiento internacional que se convirtió en un emblema artístico de su país. No obstante, sus películas se ubican fuera de cualquier espectáculo estereotipado y ruidoso. No se inscriben en la sociología del entretenimiento popular urbano de género como Joker y Madre India, pero sí registran críticamente la vida social bengalí con minucia. Esta va más allá del cuidado de los pequeños detalles escenográficos, de la música –a menudo a la occidental y pianística– y de los gestos de los actores. Repara en el ritmo del relato, cuya respiración, como señala Ishaghpour, es la de cierto tiempo interior característico más definido por su explayada duración sin tensión ni clímax que por las ocurrencias del guión.

Desde su primer largo, Pather Panchali (La canción del camino, 1955), con música de Ravi Shankar y pese a la confesa influencia de Ladri di biciclette (Ladrones de bicicletas, 1949) de Vittorio de Sica, hace el retrato intimista de una infancia pobre, ajeno a todo miserabilismo, sin enfatizar la cadena causal de ocurrencias que articula la intriga. Este primer largometraje (de una trilogía llamada de Apu, por ser este personaje el hilo conductor de los dos siguientes) empieza con el nacimiento de Apu en la pequeña aldea en la que transcurrirán sus primeros años rodeado de su madre y del afecto de su única hermana Durga. La naturaleza circundante, el juego y el cariño entre los hermanos son idealizados como un mundo abierto, ilimitado, pero mirados desde la lejanía de otro presente, posterior e implícito, como si el tiempo fuese a ser devorado inevitablemente por el flujo de la vida. Durga se enfermará y morirá, acabando con el tono idílico anterior. Tras la desgracia, el padre, un brahmán (sacerdote) empobrecido y su amargada esposa Sarbajaya deciden dejar su casa medio en ruinas y partir a la ciudad, como si trasladarse a la civilización moderna fuese su destino. El segundo filme de la trilogía, Aparajito (1956) está más claramente marcado por el neorrealismo. Las concepciones del decorado y de la composición del cuadro de la modesta casa de Benares, así como de los personajes, y la sobriedad con que Ray los trata me recuerda, cambiando contextos, al Visconti de La terra trema (La tierra tiembla, 1948). La película se abre con Apu recorriendo las calles de Benares y el padre leyendo escrituras sagradas para ganarse la vida. Al pie de las escalinatas del río Ganges hay gente en baños rituales de purificación. Poco después este cae enfermo y se desploma al pie del río. Lo llevan a casa y pese al agua milagrosa del Ganges que le traen, muere sin salir de su postración. Ray maneja con maestría la economía del dolor escenificado, sin profusión de llanto. La familia, reducida a madre e hijo, debe dejar la ciudad y regresar a Bengala, a la aldea de un anciano tío, también religioso, para evitarle a Apu el futuro de sirviente descastado que podría esperarle. El nudo dramático va a irse estableciendo en el contraste entre el afecto madre-hijo y las divergencias entre ellos sobre el porvenir del niño. Su buen rendimiento escolar le hace ganarse el aprecio de sus maestros, quienes pese a su virtual indigencia protegen a Apu y lo encaminan en la ciencia, en la poesía y el inglés. Mediante tiempos dilatados que marcan más los estados de ánimo que las incidencias, el relato desarrolla la transformación de la infancia a la adolescencia, pues Apu logra conseguir ayuda económica por su propio mérito para emigrar a Calcuta y concluir sus estudios. A la inversa, la soledad de la madre en la aldea crece y cae enferma. Por estudiar, Apu no prestará atención al llamado de su madre, y no llegará a tiempo para encontrarla viva.