Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

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Amparado por el reconocimiento de la crítica y del público pero inmune a la vanidad del gran espectáculo, Bresson adapta esta vez otro texto ruso, El billete falso, un cuento de Tolstói. Como en Pickpocket, Bresson se refiere a la mediación del dinero entre los hombres, pero aquí no se trata de su apropiación sino de su circulación como vehículo de difusión del mal. Dos adolescentes ricos inician una cadena de pagos con dinero falso que pronto culmina en la detención de un inocente estafado, Yvon Targe, modesto trabajador y padre de familia. Yvon es juzgado y absuelto por carecer de antecedentes, pero el germen del mal queda sembrado en él. Se integra a una banda de asaltantes para ser nuevamente atrapado y esta vez sí encarcelado. El universo de la prisión es de un intenso sufrimiento sin redención. Yvon no tiene a una Jeanne como Michel en Pickpocket; su esposa Elise lo abandona y lo deja sumido en la soledad absoluta en medio de la burla de los otros presos. Por un arrebato contenido de violencia en el refectorio es sometido a confinamiento, donde intenta suicidarse. Al cumplir su condena sale ya encaminado hacia el mal. Asesina a los administradores del hotelucho en el que pasa su primera noche de libertad. Encuentra a una mujer mayor que lo alberga generosamente en su casa. Ella y su padre, un pianista alcohólico, son muertos a hachazos. En un brevísimo desenlace, Yvon entra a un café y al ver a unos policías les confiesa su crimen y se entrega.

Tal como el cura de Ambricourt y Michel, Yvon es, para la observación de Bresson, víctima de un mundo trágico en que el egoísmo y el dinero, su emblema, están en alza ante el deterioro de la espiritualidad. El bien y el mal no existen separados, pues la furia del crimen se aloja inevitablemente en el alma de los desamparados. Hay una honda religiosidad en la mirada de Bresson; no apunta ni a la crítica social ni a maniqueísmos simplistas. La po-seen la compasión crística hacia los pecadores y la necesidad del perdón. Al ser L’argent su película más extrema y acabada, requiere de formas impecablemente simples, opuestas a la seducción del espectáculo. No es una película antidiegética pero sí definitivamente ascética. La cámara se dirige a tomar detalles usualmente inadvertidos (las togas de los jueces, el lavado de sangre de las manos, cuerpos caminando, fragmentados por el encuadre, el humilde frasco de licor escondido por el compañero de celda bajo la almohada tras el brindis casi silencioso, pero lleno de afecto), personajes de gestos y réplicas frías, inánimes, ahí donde podría haber dramatización intensa (la separación de los esposos, el careo policial de Yvon con sus estafadores, la crisis en la cárcel), provocando un cortocircuito en la retórica de la metáfora y la metonimia del relato cinematográfico. La economía de la importancia correlativa de las secuencias narrativas también se trastoca (la confesión y la entrega a la policía ya mencionadas). Los crímenes no se ven, pero se presenta indicios visuales de su comisión, para desnudar lo horroroso evitando la truculencia (el hacha ensangrentada empuñada por Yvon, su mano amenazante extendida ante el mozo del café, el perro lloroso ante los amos muertos). No hay música, salvo el corto fragmento de una Fantasía cromática de Bach tocada por el profesor alcohólico. Todo es manipulación y mezcla de fragmentos en la magistral banda sonora, desde pasos, motores encendidos, puertas abiertas y luego cerradas, hasta los billetes doblados al ser extraídos de cajas, cajeros automáticos y mesas de noche, cuya textura fina se escucha cuando dedos expertos los cuentan con elegancia. Por ello, Bresson fue puliendo su obra a contrapelo de los géneros más convencionales de Occidente, precisamente por ubicarse en una tradición cultural cristiana ajena a la matriz contemporánea del entretenimiento. Esta no puede ser entendida fuera de la secularización de las artes, del desencantamiento de un mundo en el que la experiencia estética se ha disociado de lo sagrado, que se desvanece o se refugia en la esfera íntima. Los géneros cinema-tográficos más exitosos ocupan un lugar central en ella; naturalizan la ilusión presentada en la pantalla, introducen al espectador dentro de la ficción, por supuesto, para brindarle placer. Bresson, en cambio, disociaría naturaleza e ilusión, y no por mostrar la realidad “tal cual es”, sino porque el entretenimiento (para él) banalizado y la contemplación espiritual se oponen. El arte de Bresson va muy atrás; se emparenta con el jansenismo,12 ese catolicismo rigorista concebido por el teólogo holandés Jansenius en el siglo XVII, que predicaba que se debía “renunciar al mundo” para evitar la omnipresencia del pecado. Así lo teorizó el filósofo Pascal y lo expresaron plumas célebres como las de Racine y Madame de La Fayette.

¿Es anacrónico el arte de Bresson? De ninguna manera. Aparte de haber sido concebido y producido a lo largo de un periodo de intensos debates sobre la vocación del cine que llegan hasta el día de hoy, sus películas siguen siendo vistas, admiradas y comentadas en un nuevo siglo en el que motivan a los cineastas a asumir la dimensión moral de su oficio.

La obra de Alexander Sokurov es también heterodoxa y arraigada en la sensibilidad occidental, aunque muy alejada de las concepciones de Bresson. Sokurov empezó a dirigir durante la regresión staliniana de los últimos años de Leonid Breshnev, y en virtual clandestinidad, como su mentor Andrei Tarkovski. La glasnost (deshielo) de Gorbachov le permitió emerger de la actividad subterránea y presentar públicamente unas películas muy originales, cuyo calificativo no debería precisamente ser “de vanguardia”, pues él se ubica fuera de la escena contemporánea. Se remite a otra realidad, a otra dimensión del tiempo, a cierto pasado remoto, precinematográfico, que es a su vez un más allá del cine convencional, vivo en él y en quienes admiran su trabajo.

Expliquémonos brevemente. Cuando Burch diserta sobre el MRI (modo de representación institucional), enfatiza que la inmersión identificatoria “naturalista” del espectador en los géneros cinematográficos masivos se basa en la iconicidad del signo, vale decir la semejanza de la imagen visual, a la sazón la fotográfica con su referente real. El perfeccionamiento de la fotografía (y actualmente de la alta definición videográfica) a lo largo de la historia de las imágenes en movimiento no ha sido más que la prosecución de ese gran designio icónico de alcanzar una realidad virtual. Es más, la naturalización de lo real buscada por el cine profesional bien pulido ha consistido siempre en borrar las marcas de la enunciación, de las imperfecciones técnicas y demás huellas de la producción, sin lograr eludir aquellos detalles que inevitablemente (o excepcionalmente voluntarios) dan testimonio de la artificialidad de la película y desarman la ilusión de realidad. Ahora bien, hay quienes como Sokurov se ubican en los márgenes de ese postulado dominante, pues sus referentes están más en el arte que en la naturaleza fotografiada e imitada, diciéndolo simplemente. La referencia al arte en Sokurov es, en primer lugar, a la plástica, en especial a la pintura y arquitectura euro-peas de los siglos XVIII y XIX, como él mismo lo declara.13 Y la semejanza de esos cuadros con la realidad está regida tanto por los parámetros perceptivos de otras épocas como por marcos culturales y afectivos de contemplación distintos. Por ello el grado de iconicidad de esa pintura (la semejanza de lo pintado) es, por así decirlo, más modesto e irrelevante para nuestros ojos. Cabe recurrir a la semiótica de Peirce para distinguir otros dos aspectos en el signo, además del icónico: el índice y el símbolo. Estos son, resumida y respectivamente, aquello que singulariza al signo en su aquí y ahora (las marcas de su enunciación), y lo que, por convención aceptada, permite generalizarlo y hacerlo comprensible a una comunidad.14 Una parte de los referentes de Sokurov es esa singularidad de la enunciación pictórica: la particularidad del trazo a pincel, la textura impresa en el óleo de mayor o menor rugosidad, las “imperfecciones” en el dégradé de los matices cromáticos y el contraste entre los elementos presentados. Esas “limitaciones” técnicas para la producción estándar contemporánea de imágenes devienen en virtud para la mirada de Sokurov. Por ello, busca romper el principio de la iconicidad e introducirse en los índices de la enunciación de otra época para revalorizarlos y transmitir sus contenidos anímicos (o equivalentes) a esta. Pero no se trata de imágenes fijas, sino de relatos, de filmes. Las secuencias de estos asumen también el ritmo de los climas que busca comunicar.

Mat i syn (Madre e hijo, 1996), largometraje que lo dio a conocer inter-nacionalmente al ser presentado en Berlín, es modélico. En sesenta y siete minutos narra la intensa relación, casi simbiótica, de una madre moribunda con su hijo en una pequeña casa de campo de madera (datcha). Hay mucha ternura y dolor ante la llegada inminente de la separación definitiva. Ambos personajes forman parte de un lugar idílico y aislado, como si su afecto idealizado fuese el ingrediente que le da vida y movimiento a algún cuadro ruso del siglo XIX, en el que ambos personajes podrían aparecer. Junto a los cielos nubosos, los trigales amarillentos peinados por el viento de la tarde y las altas copas de los árboles oscuros, Sokurov reproduce las relaciones humanas que la naturaleza metaforiza.15 La fotografía es trabajada mediante deformaciones ópticas conseguidas con lentes anamórficos, filtros de colores e incluso vidrios pintados. Los diálogos son escasos; son el rumor del viento y la lluvia, el crujir de la madera y el sonido de los pasos los que marcan la lentitud de la acción, cuya cadencia corresponde al tono de contemplación minuciosa de los cuerpos y del paisaje hasta el final en que la madre muere. Sokurov tiene una confesa aspiración a una expresión universal: así como la separación de la madre y el hijo es trágica en tanto equivale a la separación del hombre de la madrenaturaleza, en todos sus personajes hay un “sentido escondido, aspectos dramáticos ontológicos, en última instancia generalizables a la experiencia de una generación, de una época…”.16

 

Por otro lado, en Verborgene Seiten (sin título en castellano, traducible como Páginas ocultas, 1993) Sokurov se inspira en el ambiente y las ideas de Crimen y castigo de Dostoievski. A diferencia de Madre e hijo, aquí no hay un referente pictórico; es un universo literario al cual el realizador nos introduce. Para él no se trata de contar la novela, sino de recrear el San Petersburgo en que discurre el tormento de Raskolnikov, como si hojease el libro buscando los pasajes que más le impresionaron. La reconstitución histórica es minuciosa, pero en vez de mostrar los monumentos grandiosos y las perspectivas del río Neva dirige su atención al lado sórdido de la ciudad. Sokurov nos sumerge en la quintaesencia de la atmósfera dostoievskiana, en detalles inherentes al texto pero que este omite: edificios miserables, calles sin cielo, canales de aguas turbias cubiertas de vapor y humo, sobrevolados por una que otra gaviota recordándonos que la naturaleza no está lejos. La resurrección de este pasado denso, asfixiante, expuesto al estado puro es el centro del filme y seguramente la mayor motivación del realizador. No hay trama, y los diálogos son tan escasos que el filme parece haber sido concebido como una pintura, un fresco, una foto antigua casi sin color de significado enigmático que nos es dada a comprender. Vemos a un hombre joven deambular confundido, buscando algo por esos bajos fondos. El movimiento de la cámara y la acción son tan lentos que el tiempo parece congelado. Reconocemos a Raskolnikov, consumido por la culpa de haber asesinado a la anciana arrendadora de su habitación. Encuentra a Sonia Semenerovna, la muchacha mitad prostituta, mitad santa de la novela, que lo alivia y lo absuelve. Después es apresado y golpeado por la policía, no se sabe bien por qué. Es difícil e innecesario encasillar esta película tan intensamente poética en el territorio de la ficción o del documental, pero sí queda claro que no habla solo del Petersburgo de Dostoievski y Gogol, sino del mundo contemporáneo.

El reverso de la medalla lo veremos más tarde en la brillante Ruskiy kovcheg (El arca rusa, 2002), inmersión en el San Petersburgo más suntuoso, el del museo del Hermitage y el Palacio de Invierno de Pedro el Grande, en que reanima con alegría los tres siglos de su historia. Con este gran espectáculo Sokurov busca explícitamente la identificación del espectador con la cámara y con el sujeto narrador. No se cuenta una historia; la película es más bien un paseo. Al iniciarse, sobre un fondo negro este narrador (Sokurov mismo) dice haber recuperado la memoria tras un infortunado “accidente” (¿el comunismo?) sin saber exactamente por qué se encuentra ahí, en el Hermitage y en el siglo XVIII. El travelling casi incesante de la cámara en medio de oficiales y aristócratas que ingresan al palacio encuentra al guía y “emisario” de Sokurov, un diplomático francés con título nobiliario vestido a la usanza del siglo XIX. Él tampoco comprende bien por qué está ahí. Nos acompaña durante los noventa y cinco minutos de duración de esta película rodada en continuidad, sin un solo corte. Entendido en arte e historia, el personaje va atravesando los corredores y galerías del Hermitage seguido por un lente de gran ángulo por momentos deformante, viendo, tocando, oliendo los óleos, las estatuas, los ornamentos de oro y de porcelana; criticando, bromeando, explicando los cuadros a un destinatario indefinido (¿el espectador, Sokurov?) En algunos salones no lo ven; los recorre sin que se sepa si él es el fantasma o bien lo son las damas y caballeros tan elegantes de la nobleza que ríen y conversan. Se cruza con Catalina la Grande, ve al zar Pedro dándole una golpiza a un lacayo. En otras galerías hay gente con vestimenta actual: hombres y mujeres asombrados de ver a este sujeto de modales y vestido estrambóticos reprocharles su mal gusto y aludir a su estancia en Viena con el príncipe Metternich.

¿Desde dónde se expresa Sokurov? ¿Es una reminiscencia poscomunista de Rusia? ¿O se sitúa imaginariamente en el pasado para desde este mirar al presente, viéndolo como futuro trágico y decadente? ¿O bien su esfuerzo consiste en darle protagonismo a todo el arte expuesto en el museo, a esa estética de los siglos XVIII y XIX con la cual tanto se identifica, como afirmando su cosmovisión propia, que consagra la eternidad de las obras y la transitoriedad de los hombres? Para Sokurov, inspirarse en la pintura europea de dos y tres siglos atrás, en Turner y los románticos alemanes, no es simplemente un gusto personal confeso; es asumir que la atemporalidad del arte (plástica en este caso) está más allá de los límites del cine, no debiéndose reducir este por lo tanto a la narración diegética. El referente mismo de la expresión cinematográfica debe trascender el “realismo óptico” del que según él adolece la mirada contemporánea. Le dice a Cahiers du Cinéma que:

El cine óptico “tradicional” halaga al espectador, a su gusto por la verosimilitud, pero casi nadie trabaja para sobrepasar la realidad óptica. ¿Acaso se preguntaron ustedes por qué la mayoría de los cineastas no sabe pintar? Aprender el dibujo requiere de una inmensa suma de trabajo y de una gran voluntad, la misma que supone emanciparse del realismo óptico.17


Kenyi Mizoguchi, Ugetsu monogatari (1953).


Yasuhiro Ozu, Tokyo monogatari (1953).


Robert Bresson, Pickpocket (1959).


Robert Bresson, Diario de un cura rural (1950).


Alexander Sokurov, El arca rusa (2002).


Alexander Sokurov, Madre e hijo (1996).


Satyajit Ray, Charulata (1964).

Segunda parte
Cines latinoamericanos. Entre el mimetismo y la originalidad

América Latina contribuyó a elaborar suspropios íconos a través de relaciones complejas y pendulares con las dos Romas, el Viejo Continente y el naciente Imperio planetario.

PAULO ANTONIO PARANAGUÁ

Más allá de la rigurosa geografía, no creo que Latinoamérica exista como concepto cinematográfico.

ARTURO RIPSTEIN

La singularidad que le hemos reconocido a las cinematografías de la India y el Japón en la parte anterior da testimonio en cada caso de una notable autonomía, cimentada menos sobre el relativo aislamiento de sus pueblos que sobre una historia cultural cuyo espesor le restó fuerza a la influencia artística de Occidente desde sus primeros contactos con esas civilizaciones. Vimos también que nunca fueron insensibles a las imágenes en movimiento de Europa y Estados Unidos, y que incluso las dos últimas dé cadas del siglo pasado recibieron mucho más influencia de Hollywood al calor de la mundialización de los mercados. Pese a ello, estas cinematografías, como otras “periféricas”, ni han perdido su perfil propio ni sus públicos han dejado de preferirlas, a diferencia de lo ocurrido en la larga historia del cine latinoamericano. En este capítulo me propongo situar someramente a las cinematografías de nuestro continente según el grado de diferenciación que han alcanzado frente a las más poderosas, en especial la estadounidense, así como reflexionar sobre la receptividad de los públicos. El lugar ocupado por la cinematografía nacional –si cabe el término, como veremos– en los imaginarios de los espectadores de los países más significativos resulta crucial por lo menos por tres razones. Primero, para evaluar cuánto hay de una expresión narrativa original que atraiga públicos numerosos y los haga reconocerse en ella. Segundo, esa indagación necesariamente nos lleva a una comparación a doble escala, la del Estadonación y la del continente: ¿hasta qué punto la producción y el consumo de nuestras películas singulariza a cada país y al conjunto de países –contrastando, por ejemplo, con la India, el Japón o la China– como un bloque geocultural frente al resto del mundo? O dicho de otro modo, ¿existe verdaderamente un cine latinoamericano en tanto producción sostenida, al mismo tiempo que como parte del habitus cultural de extensas audiencias, o bien somos un apéndice del cine hegemónico con ciertas particularidades geolingüísticas? Más allá de las retóricas oficiales, la existencia o no de una “identidad” latinoamericana es un asunto político de cara al futuro.

El legado de historias culturales comunes y articuladas se hace progresivamente más claro a medida que percibimos nuestras diferencias frente a otros bloques geoculturales, pese a estar lejos de constituir una unidad, y sin que esto sea forzosamente lo deseable, lo cual nos lleva a la tercera razón. Las imágenes en movimiento han estado y están estrechamente asociadas a la modernidad y a la integración nacional por haber sido la base generadora del público urbano, el actor cultural por excelencia del siglo XX. Estas imágenes presentan en la pantalla relatos que convocan los deseos y temores característicos de extensas colectividades, a su vez fundadores de arquetipos y estilos narrativos que a lo largo del tiempo se tornan emblemáticos y se depositan en una memoria común. El creador de relatos y su posterior consumidor desencadenan un círculo virtuoso de mutuas influencias, que llevan a la construcción de un cine nacional. El uno toma parte de la mirada del otro y viceversa, en un juego de espejos que paulatinamente se va asentando y generando una sensibilidad fílmica propia de las sociedades modernas, ya que se propala rápidamente y en versiones idénticas (las copias proyectadas, a diferencia del relato oral tradicional) en territorios y poblaciones desconectados antes de la era industrial.

Capítulo 5
La inevitable dependencia

Este “modelo” de formación de un cine nacional supone, sin embargo, condiciones de autarquía o aislamiento que jamás existieron en América Latina, dada la presencia avasalladora en la mayoría de los casos de cinematografías foráneas, a diferencia de los presentados en la parte anterior, por lo que ha estado lejos de haber funcionado. Con más de noventa por ciento de espectadores de cine estadounidense, les toca a las cinematografías del continente a inicios de este siglo enfrentar obstáculos similares a los del pasado, aunque reproducidos ahora en el nuevo escenario de la competitividad global sin que la mayoría de las industrias nacionales logre consolidarse tras los ciclos de auge de los que algunas disfrutaron en otras épocas.

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