1519. Los europeos en Mesoamérica

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¿Quién conquistó México?

Federico Navarrete Linares*

En este capítulo intentaré demostrar que vale la pena plantearnos la pregunta ¿quién conquistó México?, para buscar más allá de la respuesta obvia y por todos conocida. Volverla a plantear, en serio, puede encontrar nuevas respuestas sobre los sucesos que comenzaron en ese fatídico 1519 con la llegada a estas tierras de la expedición española encabezada por Hernán Cortés.

Para poder explorar otras respuestas es preciso desmontar la más conocida: ¡nos conquistaron los españoles! Ésta es la visión que llamaré “colonialista”. Se centra en los eventos de 1519 y 1521 y en el relato que todos conocemos muy bien: unos cuantos centenares de expedicionarios españoles —y siempre se enfatiza su escaso número— lograron derrotar en poco más de dos años a un “imperio” poblado por millones de nativos y que tenía a su disposición ejércitos de decenas, si no es que de centenares de miles de guerreros. Esto se atribuye, como causa inmediata, al ingenio y talento políticos extraordinarios de su capitán Hernán Cortés y siempre se ensalzan las cualidades excepcionales o se denosta la singular falta de escrúpulos de este individuo extraordinario. Se plantea como causa más general la intrínseca superioridad de los conquistadores sobre los indígenas, que puede ser, según los autores, de índole religiosa, militar, cultural, tecnológica, semiótica y un largo, larguísimo etcétera. Suele añadirse que el Imperio mexica fue vencido también por sus debilidades internas y por las fallas intrínsecas de las culturas indígenas, su atraso tecnológico, y otro larguísimo etcétera.

Esta manera de contar los eventos fue inventada por el propio Hernán Cortés en sus Cartas de relación mientras realizaba su campaña militar en México. En ellas justificó todas sus acciones a la luz de la ley, del servicio al rey y de la santa religión para escapar al cargo de traición que pendía sobre su cabeza por haber traicionado a su gobernador y capitán Diego Velázquez. También menospreciaba de manera sistemática el valor y la importancia de las acciones de otros protagonistas en los eventos, empezando por sus propios capitanes y colegas españoles y continuando con sus aliados indígenas y su traductora y representante, la mujer que llamamos Malinche. En este relato, Hernán Cortés se exaltó a sí mismo como una figura providencial asistida por los mismos dioses, como un paradigma de guerrero, estratega, intrigante, estadista y súbdito leal. Se transformó también en una de las primeras manifestaciones explícitas de una nueva forma agresiva y pujante de la masculinidad —europea, militarista y colonialista— que sería definitoria de la edad moderna. En ese sentido se construyó a sí mismo, y ha sido elevado por sus acólitos hasta el día de hoy como uno de los primeros grandes héroes varones del colonialismo europeo. Con su talento para la narración cotidiana y la exageración épica, Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera confirmó esta visión providencialista del propio Cortés, pero exaltó a su lado las hazañas de los soldados y capitanes que acompañaron al comandante.

Desde entonces, la mayoría de los historiadores mexicanos, españoles y europeos han repetido y acendrado esta visión, por más inverosímil que resulte, convirtiéndola en la interpretación dominante de lo que llamamos “Conquista española”. Lo han hecho, al menos en parte, porque la visión colonialista confirma sus privilegios sociales y culturales: la supremacía de su propia masculinidad blanca, la superioridad de su cultura europea u occidental y también, de manera más indirecta, su punto de vista epistemológico de historiadores profesionales, así como la verdad y superioridad de su religión, de su tecnología, de sus formas de hacer la guerra, de sus capacidades de comunicación, de su ciencia y su conocimiento.

Sucesivos autores desde 1545 hasta 2019 han esgrimido estas razones para explicar la victoria prodigiosa de los españoles. La mayoría de estas explicaciones, sin embargo, adolecen de etnocentrismo pues incurren en el error tan frecuente de considerarnos mejores que otros grupos humanos, sin más fundamento que nuestra propia ignorancia de las culturas ajenas. Por otro lado, Hernán Cortés y sus escasos seguidores son presentados como exponentes, representantes, epítomes de toda la amplísima y diversa sociedad, cultura, tecnología de Occidente el “brillante siglo xvi europeo”, al que se refiere el autor. En otras versiones encarnan y traen consigo incluso todos los logros civilizatorios del viejo continente, desde China hasta Marruecos. Así debemos creer que esa variada y contradictoria herencia cultural, transformada en una esencia o un espíritu supremo, residiría íntegramente en un subconjunto diminuto y poco representativo de la población del Viejo Mundo.

Los expedicionarios eran, no hay que olvidarlo, un contingente compuesto casi exclusivamente por varones, extremeños y andaluces, en su mayoría analfabetos y con muy escasa educación, que habían vivido toda su vida alejados de los grandes centros culturales de España y de Europa de la época. Eran, además, un grupo fanatizado por una ideología anticuada de guerra religiosa contra los infieles, que justificaba los más atroces actos de violencia contra aquellos que no compartían su religión, y acostumbrado por años de práctica colonial a todo tipo de abusos y excesos de violencia contra los nativos.

Sólo un pensamiento de este tipo puede hacernos creer, por ejemplo, que una veintena de arcabuces y cañones, unas cuantas docenas de caballos, ballestas y bergantines, dieron suficiente supremacía militar a un millar de expedicionarios para vencer ejércitos enemigos que eran cien veces más numerosos que ellos. Sólo así podemos afirmar, como lo hizo Tzvetan Todorov en su libro La Conquista de América, que los expedicionarios españoles, casi todos iletrados, tenían una mayor capacidad para leer signos que los mexicas con sus sacerdotes, historiadores y tlacuilome, debido al mayor desarrollo de la tradición crítica en Europa que estaba a siete mil kilómetros de distancia.

La explicación por superioridad parece más verosímil a una escala macro. En el último medio milenio, en efecto, los países de raigambre europea han impuesto su dominio colonial a sangre y fuego sobre la mayor parte de las otras sociedades y culturas del planeta. Desde esta perspectiva, resulta lógico que el éxito del colonialismo europeo se atribuya, otra vez, a un mayor avance tecnológico, militar, cultural, político, etcétera, de los países europeos, aun por medio de la pequeña cohorte de los expedicionarios, y que la conquista de México sea considerada una de las primeras instancias en que esta supremacía se desplegó de manera contundente.

Es urgente, y no sería tan arduo, derrumbar estos argumentos de la superioridad europea a nivel macro; por ahora sólo señalaré que estas implicaciones macro suelen tratar de explicar lo que sucedió a principios del siglo xvi, lo que llamamos la Conquista, de una manera teleológica; es decir, en función de eventos posteriores, como la imposición del dominio colonial, varios siglos después, en Asia y en África. En otras palabras, invierte las causas y los efectos. Por esta razón, difiero de los colegas que afirman que la dominación colonial sobre los pueblos indígenas era inevitable y se hubiera dado tarde o temprano de mano de los españoles o de cualquier otra potencia europea. Propongo, en cambio, que se puede plantear la posibilidad contraria: sin el éxito de la construcción colonial en la Nueva España y luego en el Perú —que siguió su modelo militar y político—, ni la propia España ni los otros poderes coloniales europeos hubieran tenido la fuerza económica, territorial y militar para dominar el resto de América y menos el resto del mundo. Señalar esta otra posibilidad sirve, al menos, para poner en entredicho el pensamiento único de la historia inevitable.

Dentro de la lógica que confunde con frecuencia el presente con el pasado, las versiones colonialistas suelen mostrar el triunfo de la expedición española sobre los mexicas en 1521 como la destrucción definitiva del mundo indígena en su totalidad y como el establecimiento, tan instantáneo como milagroso, del régimen colonial español y de la dominación occidental sobre los nativos de estas tierras. La visión trágica de la Conquista, que es eco de esta concepción, promovida por autores como Serge Gruzinski, plantea que, tras la derrota militar de un solo imperio, los mundos sociales y culturales de todos los indígenas quedaron destruidos, desarticulados y desmoralizados. De esta manera se establece una continuidad directa entre la supuestamente inevitable victoria de los conquistadores españoles de antaño y la supuestamente inevitable dominación de las élites españolas sobre la población indígena en el periodo colonial, y luego de las élites occidentales sobre la población mexicana después de la independencia hasta el presente. Aquí no sólo se están proponiendo visiones teleológicas, sino también explicaciones tautológicas basadas siempre en la premisa de la superioridad española y europea.

Es por estas deficiencias en la respuesta tradicional que vale la pena imaginar una respuesta diferente a la pregunta ¿quién conquistó México? Para lograrlo presentaremos a la Malinche y a los indígenas conquistadores, dos personajes que parecen conocidos, pero no lo son, que parecen contradictorios y lo son, y que pueden ser profundamente sorprendentes si nos detenemos a conocerlos. La mejor manera de hacerlo no es a través de las palabras y los testimonios de los conquistadores españoles, sino de los propios mesoamericanos, particularmente el Lienzo de Tlaxcala, la historia visual más temprana, completa y detallada de lo que llamamos Conquista. El relato de los tlaxcaltecas, vencedores de esta guerra, se inicia en 1519 con la llegada de los españoles y la alianza que tejieron con ellos, narra su conquista mutua de México-Tenochtitlan en 1521 y se extiende con las guerras que realizaron en conjunto hasta 1541 abarcando el norte de la Nueva España hasta Culiacán y el Pánuco, y el sur hasta El Salvador y Guatemala (véase la figura 1).

 

El lienzo es una tela de cinco metros de alto por dos metros de ancho y fue mandada a pintar hacia 1550 por los gobernantes de la ciudad de Tlaxcala para ser entregada al rey de España. Su intención era demandarle a la Corona el reconocimiento de las hazañas realizadas por Tlaxcala en la conquista de la Nueva España y demandar los privilegios correspondientes: que se reconociera a Tlaxcala como ciudad con un gobierno propio en manos nativas (un cabildo indígena), el respeto de su territorio, la exención del tributo que debían pagar todos los indígenas, la confirmación del carácter aristocrático de su nobleza y un largo etcétera (véase la figura 2).

En el Lienzo de Tlaxcala, los tlaxcaltecas enfatizan el carácter de su ciudad como la primera ciudad cristiana de esta tierra, aliada fiel de los conquistadores encabezados por Hernán Cortés, conquistadora ella misma de México-Tenochtitlan y de toda la Nueva España, protegida directa de las principales deidades españolas: la Virgen María y Santiago Matamoros. Como toda entidad política mesoamericana, Tlaxcala se representa como un cerro sagrado, un altepetl ahora doblemente bendito porque es el hogar de una imagen viva de la madre de dios, razón por la que la figura de la Virgen aparece prominentemente en la montaña que representa el altepetl de Tlaxcala. Además, se coloca en el centro del nuevo cosmos cristiano de una manera tan sutil como clara, tan subversiva como conciliadora. Para un lector mesoamericano que viera la imagen capitular, llamada alegoría, en forma de quincunce no cabría duda de que la ciudad indígena localizada en el centro ocupaba el lugar más importante del mundo: el central. En cambio, un lector español leería la posición superior del escudo de la Corona como una confirmación de la supremacía española (véase la figura 3). Lienzo de Tlaxcala (fragmento)]


Figura 1. Conquistas de la alianza tlaxcalteca-española. Elaborado por Margarita Cossich Vielman y Antono Jaramillo Arango. Proyecto Lienzo de Tlaxcala.

Más allá de esta organización visual, que es claramente mesoamericana, y de su apego estricto a las convenciones de la narrativa pictográfica de tradición indígena, el Lienzo de Tlaxcala nos presenta también una historia lineal perfectamente familiar de lo que llamamos Conquista de México. Inspirada con toda probabilidad por las mismas Cartas de relación de Hernán Cortés, fue pintada de acuerdo con la estética de los gobelinos históricos y del grabado europeo, por lo que nos resulta hoy tan fácil de comprender. Sin embargo, vista con detenimiento, esta historia, tan reconocible a primera vista, subvierte radicalmente las premisas de la visión colonialista presentando como protagonistas del relato, de la guerra y del triunfo, a una mujer, Malinche, y a los propios tlaxcaltecas, en vez del varón Hernán Cortés y los conquistadores españoles.

Las primeras diez láminas del Lienzo de Tlaxcala nos muestran escenas de encuentros y negociaciones, alianzas e intercambios de presentes entre los tlaxcaltecas y los españoles. Su propósito es demostrar que las relaciones entre estos dos pueblos fueron siempre amistosas. Esto no es enteramente cierto pues sabemos que los tlaxcaltecas se enfrentaron bélicamente a los españoles en agosto y septiembre de 1519 y sólo se aliaron con ellos cuando les quedó claro que la capacidad destructiva de estos invasores era tan grande e incontrolable que lo mejor era tenerlos de su lado y no como sus enemigos. La supresión de este acontecimiento resulta comprensible en un documento presentado ante la propia Corona española y no es mayor que las omisiones realizadas por Hernán Cortés en su relato de la Conquista.

Por otro lado, llama la atención que el personaje principal de estas láminas es la mujer indígena Marina o Malintzin, que sirvió como intérprete de Hernán Cortés y como intermediaria entre los recién llegados españoles y los indígenas. En todas las imágenes ocupa una posición central entre un grupo y otro, y en general su figura es mayor y más prominente que la del capitán español. Las únicas láminas de esta sección en que la mujer indígena es desplazada de la posición central son las que representan la cruz cristiana levantada al unísono por los españoles y los gobernantes tlaxcaltecas. De todas maneras, aparece Malinche detrás de Hernán Cortés, en la escena izquierda, y la imagen del bautismo de los cuatro señores de Tlaxcala. En este último caso, la imagen de la Virgen María parece sustituir a la de Malinche en su sitio privilegiado. Si recordamos que la figura de la Virgen también es representada en el cosmograma de la ciudad de Tlaxcala que ya discutimos, encontramos una identificación entre la figura de la intérprete indígena y la de la madre de dios. También con la montaña sagrada de Tlaxcala, que hoy se llama cerro Malinche, y con el altepetl tlaxcalteca mismo.


Figura 2. Lienzo de Tlaxcala, 1773 (fragmento) (Instituto Nacional de Antropología e Historia).

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Figura 3. Lienzo de Tlaxcala, 1773 (fragmento) (Wikimedia Commons)

La relación entre estos cuatro entes es confirmada en dos alegorías dibujadas en la Historia de Tlaxcala, de Diego Muñoz Camargo, unos 30 años después de la elaboración del Lienzo de Tlaxcala. En ellas aparece la Nueva España presentada con una mujer indígena muy parecida a la Malinche y claramente asimilable con Tlaxcala. En una, la vemos detrás del caballo de Hernán Cortés en la misma posición en que aparecen los tlaxcaltecas siempre en las batallas que libran a lo largo de la guerra. En la otra, Hernán Cortés abraza la figura femenina e indígenas de la Nueva España mientras levanta la cruz cristiana (véase la figura 4).

No es exagerado afirmar que en la versión tlaxcalteca de la Conquista, la principal protagonista de los primeros encuentros, la forjadora de la alianza entre Tlaxcala y los españoles es una mujer nativa, la famosa Marina. Recientemente historiadoras y estudiosas de todo el mundo han examinado el papel de esta mujer en la Conquista y han demostrado su importancia clave en los acontecimientos como traductora, pero también como mediadora intercultural, como introductora de los españoles al mundo mesoamericano, a su ceremoniosa diplomacia, a sus intrincadas negociaciones, a sus pertinaces desconfianzas y sus violentas rivalidades.

¿Quién era Malinche?

Cabe entonces plantear una pregunta que puede parecer obvia pero que nos abre respuestas sorprendentes: ¿Quién era Malinche? En primer lugar, hay que mencionar que Hernán Cortés apenas la menciona en sus Cartas de relación, más que para intentar echarle la culpa de las atrocidades cometidas por él y sus hombres en Cholula. Bernal Díaz del Castillo, por su parte, le dedica líneas llenas de admiración, coloreadas por una imaginación caballeresca que la presenta como una princesa caída. Según su relato, esta mujer, cuyo nombre original desconocemos, nació a principios del siglo xvi en la región de lo que hoy es Tabasco o sus alrededores. Es muy posible que fuera hija de un gobernante local, probablemente hablaba como lengua materna el olulteco, un idioma de la familia mixe-xoque, además del maya chontal y tal vez yucateco; también aprendió el náhuatl por su vida en la corte. En algún momento de su infancia perdió su condición de privilegio, supuestamente por la muerte de su padre y la voluntad de su madre de hacerla a un lado para favorecer a los hijos de un nuevo matrimonio. Convertida en esclava, cambió de manos varias veces hasta que el gobernante indígena de Centla la regaló a los españoles con otras mujeres esclavizadas. Ellos la bautizaron como “Marina” y pronto reconocieron tanto su belleza como sus dotes lingüísticas y su personalidad carismática e inteligente.


Figura 4. “Alegorías de la Conquista de la Nueva España y del Perú”, en Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala.

Aunque originalmente había sido asignada al capitán Portocarrero, Hernán Cortés la tomó para sí disponiendo de su cuerpo y su destino como si fuera su propiedad, pues luego habría de darla en matrimonio a otros varones. Por su papel prominente al lado del capitán, que la hacía participar en casi todas las negociaciones trascendentes que sostuvo con los gobernantes de los diversos pueblos indígenas, se le empezó a llamar doña Marina. Los indígenas escucharon y pronunciaron este nombre como “Malina”, o como “Malinalli” en náhuatl, una hierba a la que atribuían poderes sobrenaturales, ya que era un signo del día del calendario adivinatorio y servía para comunicar el cielo y la tierra. Por la importancia de esta traductora, le añadieron el reverencial para llamarla Malintzin. De regreso al español, este nombre se transformó en Malinche, el más conocido de sus apelativos.

Para comprender el papel jugado por esta mujer excepcional debemos desechar en primer lugar cualquier explicación amorosa de su relación con Hernán Cortés como la que han inventado algunas novelas, más cursis que fidedignas. Además de que una relación sentimental no es mencionada por las historias de la época ni era el fuerte de los conquistadores ni de los indígenas del momento, plantearla edulcora la desigual y violenta interacción entre estos personajes, aparte de confirmar la subordinación de la mujer al varón. Mucho más fecundo resulta, en cambio, examinar la relación de poder que existió entre el capitán y su esclava, que no es la sujeción unívoca que los propios españoles pregonan. También importa comprender esta relación como parte central de las redes con que el mundo mesoamericano fue atrapando a los recién llegados españoles.

Ya vimos que el Lienzo de Tlaxcala atribuye la misma importancia, si no es que una mayor, a la figura de la mujer nativa que a la del conquistador extranjero. Siempre aparece en el centro, en frente de Hernán Cortés y a una escala mayor. Lo mismo, o algo parecido, sucede en otras historias pintadas por autores indígenas, como el Libro xii sobre la conquista de México de la Historia general de las cosas de la Nueva España y el Códice Azcatitlan, donde otra vez Marina aparece en frente de Hernán Cortés y en un punto central de la conversación. Además, el propio Bernal menciona que los nativos mesoamericanos que interactuaban con los expedicionarios españoles llamaban Malinche a la pareja constituida por el capitán Hernán Cortés y doña Marina. De hecho, en su historia el capitán español es siempre llamado Malinche por los gobernantes que se dirigen a él en más de 40 ocasiones. Al mencionar esta identificación, Bernal Díaz del Castillo afirmó que el término Malinche era un posesivo náhuatl que significaba “el dueño de Malinche”, y la interpretó como un reconocimiento de la supremacía y propiedad del capitán sobre su esclava intérprete. Esta explicación ha convencido a muchos autores porque confirma dos elementos claves de la visión colonialista de la Conquista: la supuesta superioridad de los españoles sobre los indígenas y la incuestionable supremacía de los varones sobre las mujeres. Siguiendo la misma lógica, algunas interpretaciones han explicado que la mujer ocupa una posición central en las historias visuales indígenas debido únicamente a sus funciones de intérprete, facilitadora de la comunicación e intermediaria.

Ahora dejaremos de lado, aunque sea por un rato, estas incertidumbres colonialistas y patriarcales para imaginar una explicación diferente, que a ojos de los indígenas Hernán Cortés fue llamado como la mujer debido a su subordinación a la figura de Malintzin. Tal vez los indígenas llamaron Malinche a la pareja porque consideraban en verdad que la mujer nativa era tanto o más importante que el varón español, pues era el rostro y la voz de la pareja que eclipsaba en cierta medida al varón español, incapaz de hablar náhuatl. No hay que olvidar que los potentados mesoamericanos que negociaron con los recién llegados escuchaban las palabras emitidas por Malinche en su propia lengua maya y náhuatl, y a ella respondían, no a Hernán Cortés. Las historias nos cuentan también la sorpresa que provocaba en ellos la presencia de esta mujer de la tierra, de excepcional belleza, entre los hombres desconocidos que habían irrumpido en su mundo. Sin duda, esta inesperada compañera, y la capacidad extraordinaria de comunicación que poseía y desplegaba, se sumaron a los atributos temibles y admirables que tenían los españoles a ojos de los indígenas.

 

Entonces, el título de “Malinche” podría obedecer a una lógica mesoamericana de dualidad y referirse a las dos partes: tanto a la mujer indígena como el hombre español, transformando a la esclava Marina en la voz, en el rostro, en la mitad femenina del guerrero viril pero incapaz de comunicarse que era Hernán Cortés. “Malinche” sería entonces un ser dual con una identidad compleja más grande que cualquiera de sus dos partes por separado. La combinación del ser de la mujer nativa Marina y del hombre castellano Hernando era precisamente la que les permitía escapar a los confines ontológicos y los límites sociales a los que estaban sometidos ambos. Indudablemente fue de la mano de su capitán Hernán Cortes que Marina se convirtió en una persona mucho más poderosa que una simple esclava, alguien cuya palabra debía ser escuchada y atendida por los hombres más poderosos de la tierra. Pero también fue por intermedio y voz de Marina que Hernán Cortés pudo negociar con los gobernantes mesoamericanos, logró comprender sus lenguas, supo descifrar sus mensajes y aprendió a imitar sus protocolos y gestos diplomáticos. En este sentido, resultaría tan cierto afirmar que Hernán Cortés empleó a Marina como un instrumento para someter a los indígenas al Imperio español, como proponer que Marina utilizó a Hernán Cortés para cumplir sus propios fines. Podríamos plantear que, desde el punto de vista mesoamericano, esta mujer domesticó y humanizó a Hernán Cortés incorporándolo a las redes de relaciones, intercambios y enemistades políticas y militares de los pueblos mesoamericanos.

La predominancia de Marina sobre Hernán Cortés ha sido confirmada y fortalecida de manera póstuma. En la memoria de la Conquista que construyeron los pueblos indígenas —y que pervive en el México de hoy en las danzas de la Conquista, en la tradición de los concheros y en las tradiciones orales y otras manifestaciones folclóricas— esta mujer nativa es generalmente un personaje mucho más importante que el varón español. A Malinche no sólo se le llama “reina”, sino también se le considera fundadora de linajes reales, diosa, padre-madre, y se le asocia con una de las montañas más altas del país, el cerro que lleva su nombre. En comparación, la fama y figuras póstumas de Hernán Cortés parecen insignificantes y sus restos han tenido que esconderse hasta el día de hoy.

En este sentido podemos afirmar que Malinche conquistó México y esta frase quedará cargada de una ambigüedad refrescante que puede desestabilizar toda nuestra visión de los acontecimientos. Si “Malinche” es Hernán Cortés se reafirma, al menos en parte, la visión colonialista, pero en cambio, si es “Marina”, esto nos permite vislumbrar la importancia de esta mujer y de otras figuras no reconocidas hasta hace muy poco: las mujeres nativas que acompañaron, alimentaron y cuidaron a los españoles durante la Conquista de México.

Los indígenas conquistadores

Otros personajes poco apreciados en los eventos de 1519 a 1541 son los indígenas conquistadores. Resulta sorprendente que estas figuras hayan sido especialmente ignoradas por nuestras historias de la Conquista cuando sabemos que la mayoría de los pueblos indígenas se aliaron a los españoles en las guerras, entre 1519 y 1541. Sabemos también que el ejército que sitió y tomó México-Tenochtitlan tenía por lo menos cien soldados indígenas por cada soldado español. Los participantes mesoamericanos en estas fuerzas aliadas, por lo tanto, no fueron ni vencidos ni aniquilados, como nos hace creer la leyenda. Por el contrario, vencieron y destruyeron juntos a los mexicas y a muchos otros pueblos enemigos mientras comenzaban a construir un nuevo mundo, que luego fue llamado la Nueva España, en el que se consideraban conquistadores, vencedores y actores fundamentales, y así lo fueron por muchos años.

En este espíritu, el Lienzo de Tlaxcala nos muestra las victorias militares comunes de los tlaxcaltecas y los españoles en la mayoría de sus escenas. Éstas comienzan con la masacre de la población civil en la gran ciudad y santuario de Cholula, en noviembre de 1519, y culminan con la conquista de Guatemala, del Mixtón y otras regiones distantes de la Nueva España, 22 años más tarde. En todas estas escenas aparece la figura temible de un caballero español con lanza que casi siempre pisotea a sus enemigos indígenas derrotados y descuartizados. Detrás, casi siempre detrás, al lado y a veces en frente de este personaje victorioso, se representan invariablemente a múltiples guerreros tlaxcaltecas que comparten y apoyan su victoria.

El jinete español no es el simple retrato de un caballero, se trata de un ser complejo, como la Malinche. En primer lugar, encarna a los capitanes de la expedición de 1519, a Hernán Cortés, pero también a Pedro de Alvarado y más tarde a Nuño de Guzmán. Asimismo representa al ejército español en su conjunto, por medio de una metonimia; es decir, simboliza el todo por una de sus partes. Representa finalmente a la figura sagrada de Santiago Matamoros, santo patrono de los guerreros cristianos en su guerra contra los musulmanes, en la península ibérica y luego contra los infieles en América. Como el propio rey de España era representado como Santiago, servía igualmente para representar el poder de la Corona. Así como Marina, la intérprete indígena se asimiló visual y narrativamente con la figura sagrada de la Virgen María y con el altepetl de Tlaxcala, en este caso, la figura histórica de Hernán Cortés y sus hombres se asimiló con la del apóstol Santiago y su culto guerrero y con la soberanía española. Así quedó sellada la alianza, el pacto religioso-histórico entre Tlaxcala y las dos principales deidades de los conquistadores, la Virgen y Santiago.

A primera vista, la preeminencia de estas dos figuras en el Lienzo de Tlaxcala parecería confirmar la imposición de la cultura española y la aculturación rápida e irreversible de los tlaxcaltecas. De hecho, George Foster argumentó que el éxito rápido de las creencias y rituales vinculados a la guerra española contra los musulmanes entre los indígenas mesoamericanos, parte de lo que él llamó “cultura de conquista”, fue un paso irreversible en su subordinación cultural a los españoles. Tal vez inspirados por esta misma convicción, Josefina García Quintana y Carlos Martínez Marín titularon en 1967 su erudito estudio historiográfico sobre el Lienzo de Tlaxcala, “La conquista de México por Hernán Cortés”.

Dejemos de lado esta visión purificadora y examinemos de cerca las redes que implicaron a indígenas y españoles desde antes y después de 1519. La confirmación más directa e incontrovertible de la importancia de los indígenas conquistadores es estadística. Según una estimación reciente del historiador inglés Matthew Restall, el ejército que sitió, destruyó y tomó México-Tenochtitlan en 1521 estaba compuesto por 200 soldados indígenas por cada soldado español. Aunque las fuentes históricas del siglo xvi no nos proporcionan cifras exactas, esta estimación no parece exagerada. Incluso si adoptamos una más moderada, cien indígenas por cada español, la conclusión sería la misma: más que hablar de un ejército o una expedición españoles es más exacto y justo hablar de un ejército indo-español.