1519. Los europeos en Mesoamérica

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Más allá de su número, los soldados indígenas en este ejército no eran simples ayudantes de los guerreros españoles, sino que cumplían funciones estratégicas esenciales. Eran los encargados de realizar las primeras cargas en las batallas, de derruir las edificaciones y fortificaciones enemigas, de construir las fortificaciones para proteger a los ejércitos indo-españoles, de tomar prisioneros a los enemigos y vigilarlos, y de cubrir las retiradas de los españoles. Además, las expediciones eran guiadas por exploradores y mensajeros indígenas, los únicos que conocían los intrincados caminos a través de poblados hostiles, bosques tupidos y sierras fragorosas. Incontables mensajeros y espías indígenas transmitían noticias entre las columnas expedicionarias y los asentamientos españoles, que eran pocos y muy distantes, y obtenían además información estratégica, cuidaban las retaguardias, etcétera. Por su parte, los gobernantes aliados aconsejaban a Hernán Cortés y sus hombres sobre las estrategias para enfrentar a los mexicas, les indicaban los pueblos amigos que podían dar refugio y comida a las tropas, elegían a los gobernantes y pueblos que podían convertirse en nuevos aliados, y los orillaban a atacar a quienes eran enemigos irreductibles. Es muy probable que la distinción entre amigos y enemigos obedeciera en primer lugar a los intereses y necesidades de los propios aliados indígenas, más que a los de los españoles.

Las tropas indígenas y españolas a su vez eran acompañadas y avitualladas por grandes contingentes de tamemes o cargadores, de mujeres y de servidores. Los relatos de los conquistadores españoles suelen exagerar sus padecimientos y trabajos durante las campañas militares porque eso les servía para demandar mayores recompensas a la Corona. Por ello omiten hablar de las mujeres que les preparaban sus alimentos, los cuidaban, aseaban y deleitaban sus cuerpos, de los tamemes que portaban sus bultos, de los pajes que limpiaban y cargaban sus armas. Podemos afirmar que a partir de que Hernán Cortés y sus hombres se mudaron a vivir a la ciudad totonaca de Zempoala, en junio de 1519, confiado en su alianza con el llamado Cacique Gordo, se hicieron por completo dependientes del apoyo de sus aliados: guerreros, cargadores, guías, espías, cocineros y mujeres indígenas.

Una vez establecida la importancia de los conquistadores indígenas debemos considerar sus posibles razones para aliarse con los españoles. La visión colonialista ha descartado estas decisiones con dos argumentos: por un lado, son definidas como mezquinas venganzas tribales, como hace Enrique Semo; por el otro, son considerados ingenuos al haber tomado una decisión cuyas consecuencias terminarían siendo funestas para ellos mismos.

Según la primera versión, los pueblos indígenas de Mesoamérica tuvieron la grave deficiencia de ser incapaces de construir una identidad compartida y un sentido de lealtad mutua que les permitiera defenderse entre sí y confrontar juntos a los invasores extranjeros. Las decisiones de las diferentes personas y grupos que se aliaron con los españoles, desde la Malinche y las mujeres indígenas, hasta los totonacas de Zempoala y los tlaxcaltecas, son vistas como producto de este defecto esencial del mundo indígena, demasiado dividido y confrontado entre sí. La voluntad de Malinche, la adhesión política de los gobernantes zempoaltecas o tlaxcaltecas no son analizadas como actos racionales, sino convertidas en productos de las fallas estructurales de un sistema social considerado primitivo. Por ello son consideradas acciones comprensibles, pero en el fondo autodestructivas.

Según la segunda visión, ni los totonacas ni los tlaxcaltecas, y mucho menos Marina, sabían lo que hacían al aliarse con los españoles. Lo que es peor, no podían saberlo pues no tenían manera de comprender que, al abrir la puerta de su mundo a unos cuantos combatientes desarrapados, la estaban abriendo a España, a Europa y, tras ellas, a un inmenso universo de cientos de millones de personas con una insaciable demanda de trabajo humano y de metales preciosos, con incontables contingentes de guerreros y colonos hambrientos y desesperados, dispuestos a colonizar todas las tierras que encontraran, impulsados por una ideología religiosa agresiva y por un sistema económico que los hacían explorar, atacar, conquistar y dominar a cualquier pueblo con que se topara. Por ello, aunque su decisión de apoyar a los españoles contra los mexicas pudo haber sido correcta en el corto plazo y en el ámbito restringido del mundo mesoamericano, se reveló más tarde como un terrible error a un mayor plazo temporal y en la arena más amplia del mundo recién globalizado.

Con estos argumentos, la visión colonialista convierte a los aliados indígenas en una especie de tontos útiles que sirvieron a los intereses españoles y ayudaron a los expedicionarios por motivos defectuosos y por razones falsas. Por ello, ha sido tan fácil creer a Hernán Cortés cuando los presenta como simples instrumentos de su voluntad individual. Por ello, en verdad no importa cuánto se han esforzado los tlaxcaltecas en presentarse en el Lienzo de Tlaxcala como los conquistadores indígenas de la Nueva España; nosotros, los historiadores, sabemos que en realidad no podían más que obedecer a los designios del varón blanco Hernán Cortés y por ellos lo único que lograron fue ayudarlo a que conquistara México. Por eso su punto de vista no merece ser tomado en serio y es mejor descartar sus “ilusiones”, como las ha llamado Serge Gruzinski, o incluirlos, de plano, entre los vencidos.

Desde nuestra perspectiva de análisis, sin embargo, la negación de la importancia de los conquistadores indígenas debe ser considerada no sólo como una interpretación más de lo que pasó entre 1519 y 1541, sino como otro acto retroactivo de sometimiento y conquista. Al negar la importancia de sus aliados indígenas, los conquistadores buscaban exaltar sus propias hazañas y aumentar sus recompensas. Al magnificar retroactivamente su importancia y negar la de los indígenas, los historiadores españoles justificaban el dominio de los españoles durante el régimen colonial. Las versiones nacionalistas de la Conquista, que denigran a la Malinche y tildan a los tlaxcaltecas de traidores también han servido para justificar el dominio de las élites occidentalizadas sobre México tras la independencia. Negar la importancia de los aliados indígenas en la Conquista es otra manera de negar la importancia de los pueblos indígenas a lo largo de los siguientes cinco siglos. Por ello es imperativo proponer una interpretación alternativa que resulte al menos tan convincente.

Los posibles motivos de los aliados

En este capítulo no es posible presentar con detalle las motivaciones de cada uno de los sectores indígenas que se acercaron a los españoles. Mencionaré sólo algunas líneas de comprensión generales que pueden elucidar las acciones de los gobernantes y pobladores mesoamericanos.

La primera es comprender que los nativos de estas tierras negociaron con la alteridad radical de los españoles, sus cuerpos, utensilios, animales y tecnologías tan novedosos, el peligro también de su agresividad incontrolable, utilizando prácticas de intercambio y apropiación cultural que tenían cientos de años de existir en Mesoamérica. Entre ellas destaca la costumbre de intercambiar personas y bienes con los extranjeros, con el propósito de integrarlos a las redes de intercambio y humanidad mesoamericanas, de acuerdo con la lógica de la dádiva o del don imperante en las sociedades indígenas. Como en tantas otras sociedades humanas, dar un obsequio a otra persona o grupo servía para iniciar una relación duradera con ella. El receptor quedaba obligado a corresponder al presente en el futuro y por lo tanto contraía una especie de deuda con quien realizó la dádiva. Los regalos que dieron los indígenas a los españoles desde su llegada a estas costas, mujeres cautivas y mujeres nobles, alimentos y utensilios, joyas y tesoros, trajes ceremoniales y divinos, no eran testimonios de sumisión, como los interpretaron los españoles, y mucho menos productos de un ingenuo engaño que ellos creyeron perpetrar contra los indígenas al cambiarles oro por baratijas, una idea que no tuvo fundamentos entonces y que es increíble que siga repitiéndose en el siglo xxi. Eran más bien formas de involucrar a los recién llegados en las centenarias redes de intercambio que se habían construido en Mesoamérica y así domesticarlos y humanizarlos.

Para explicar esto es importante recordar que los pueblos mesoamericanos reconocían la existencia de tipos muy diferentes de deidades, seres humanos y animales, más allá de nuestra simple clasificación tripartita. Las diferencias entre estos seres no eran esenciales o predeterminadas, sino que se construían por diversos medios: las diferentes dietas, las diversas prácticas productivas, las tecnologías y la organización política modificaban la forma de ser y la corporalidad de los seres a lo largo de los años y de las generaciones. Por eso en Mesoamérica convivían diversos tipos de personas y pueblos. Los toltecas eran seres humanos con una dieta basada en la agricultura del maíz y el riego, tenían una cultura urbana sofisticada, con formas de gobierno y de religión elaboradas, con tecnologías y formas de expresión artísticas refinadas, y su corporalidad era definida por el autosacrificio, a la manera de Quetzalcóatl. Los chichimecas, por su parte, eran cazadores itinerantes o agricultores aldeanos, con una dieta basada en el consumo de carne y la cacería, con formas de gobierno y religión más sencillas, tecnologías y formas artísticas diferentes. A lo largo de los siglos estos tipos diferentes de seres humanos intercambiaron regalos de comida, de ropa, de mujeres, de tecnología y de otros bienes culturales que provocaron que los chichimecas se toltequizaran, lo que muchos historiadores han considerado una “evolución cultural” y han llamado “la aculturación de los chichimecas”, suponiendo equivocadamente que estas dos formas de ser humanos corresponden a los estadios evolutivos que reconoce la historia occidental. Lo que no suelen tomar en cuenta es que también los toltecas se chichimequizaron por medio de estos intercambios. El resultado fue que casi todos los pueblos indígenas que encontraban los españoles combinaban estas dos formas de ser, la tolteca y la chichimeca.

 

Sabemos que los mexicas y los otros pueblos mesoamericanos regalaron a los españoles bienes toltecas —maíz, telas de algodón y también códices— así como bienes chichimecas —carne, pieles de animales y armas. De este modo buscaban toltequizarlos y chichimequizarlos a la vez para incorporarlos a las centenarias redes de intercambio humano y cultural que habían construido los seres humanos de estas tierras y a sus culturas. Por el otro lado, al hacer suyos los alimentos, los nombres, las vestimentas y las armas de los españoles, así como sus dioses, sumaban un nuevo elemento cristiano a sus identidades complejas que integraban ya las formas de ser tolteca y chichimeca. Las historias tlaxcaltecas y las del autor texcocano Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, nos muestran que ambos pueblos estaban orgullosos de la identidad cristiana adquirida durante la conquista, pero para ellos se complementaba sin suprimir sus anteriores identidades toltecas y chichimecas, las enriquecían sin anularlas.

Esta ambiciosa empresa de intercambio cultural y de asimilación de lo ajeno fue emprendida por los pueblos indígenas desde 1519 y ha sido mantenida contra viento y marea a lo largo de cinco siglos pese a las agresiones culturales, a la intolerancia religiosa, a la construcción de un régimen colonial discriminatorio y de un Estado-nación racista y excluyente. Su éxito se ha dado pese a la negativa reiterada de historiadores, filósofos y escritores a realizar el menor esfuerzo para reconocerla y comprenderla.

De muy poco sirve explicar este proceso de cambio aditivo y plural como un sincretismo porque va más allá de una simple mezcla: los elementos cristianos y occidentales son reinterpretados a la luz de los elementos nativos y viceversa. Menos útil aún es sostener que se llevó a cabo una aculturación irreversible de los indígenas, como hacen tantos autores que insisten en su progresivo e inevitable sometimiento a la cultura occidental, supuestamente superior, y en la disolución igualmente inevitable de sus anteriores identidades culturales y étnicas en el camino de su integración a la verdadera religión, a la civilización, al progreso, a la Historia con mayúscula, y aquí la lista puede prolongarse. Ambas posturas escamotean a los indígenas su capacidad de acción y de pensamiento, lo que significa volver a conquistarlos retrospectivamente. Si dejamos de lado estos prejuicios colonialistas no parece descabellado reconocer que pudo pasar lo contrario, al menos en parte: que por medio de sus regalos y sus alianzas, de sus intercambios y alimentos, los indígenas domesticaron efectivamente a los españoles, los humanizaron y los mesoamericanizaron.

Para los mesoamericanos, en efecto, las personas son seres en constante devenir que logran adquirir y desarrollar su humanidad sólo por medio de grandes esfuerzos propios y de sus semejantes. En la actualidad, por ejemplo, los nahuas de la sierra norte de Puebla brindan a la salud de sus comensales y amigos con una expresión: “xitlacachihua”, que significa a la letra “hagámonos humanos juntos”. Este brindis quiere decir que la humanidad es siempre una relación, los seres sólo se pueden hacer humanos interactuando entre sí y de manera repetida en un proceso colectivo de intercambio y colaboración. En cada brindis los nahuas reafirman su compromiso con este proceso colectivo y constante de humanizarse juntos, viéndose los rostros, como dice otra frase frecuente en su poesía y en sus cantos. No olvidemos que Malinche era el rostro humano, indígena, de Hernán Cortés, de ese ser dual que también incluye a Cortés. Por ello podemos imaginar que, al convidar a los españoles de su comida, al vestirlos con su ropa, al entregarle a sus mujeres, los diferentes pueblos indígenas buscaban hacerlos humanos a su manera y a su conveniencia.

Antes de desechar estos esfuerzos como irreales o ilusorios, vale la pena detenernos a pensar. Quizá lo verdaderamente sorprendente de las alianzas y encuentros de la Conquista no sea la ignorancia, el fatalismo o la credulidad que los europeos atribuyen a los indígenas, sino por el contrario, es la arrogancia, la insensibilidad y la prepotencia de las actitudes españolas y de la visión colonialista hasta el día de hoy. Ya hemos visto la manera en que ignoraron o menospreciaron la importancia y la influencia de las mujeres sobre ellos, y las posibles razones para esta negación. En las descripciones que hicieron de los regalos que recibieron, lo único que les llamó la atención fue el valor material de los presentes, en términos de su contenido de piedras y metales preciosos, seguido muy de lejos por un posible mérito artístico siempre juzgado en términos estéticos occidentales. Igualmente, en la interpretación que hace Hernán Cortés, y que han repetido sus seguidores, de las negociaciones diplomáticas con los diferentes gobernantes indígenas, sólo han sido capaces de percibir y comprender su aceptación o no de la soberanía española, un concepto que era muy difícil o casi imposible de comprender para los mesoamericanos. No han sido capaces de concebir siquiera la posibilidad de que los indígenas planteaban formas de relación e intercambio menos verticales y menos autoritarias y que no giraban alrededor de la supremacía española.

En pocas palabras, los conquistadores no estaban dispuestos a aceptar obligaciones de intercambio recíproco, vínculos políticos equilibrados con los indígenas, tal vez incluso eran incapaces de concebir relaciones humanas de este tipo. Sólo podían concebir los obsequios como tributos y como parte de un botín que iban acumulando en sus viajes. Sólo podían aceptar las ofertas de amistad como actos de sumisión o vasallaje que en todo caso debían ser recompensados por el señor, pero nunca reconocidos como una relación de igualdad. Lo que llama la atención es que la mayoría de los historiadores siguen siendo incapaces de hacerlo hasta el presente. A la fecha se podría decir de la visión colonialista que no ha podido entender que no entiende.

Las razones de los tlaxcaltecas

Frente a esta cerrazón irreductible, las ideas planteadas permiten comprender las acciones de los conquistadores indígenas bajo una luz más compleja y completa, como veremos en el caso de los tlaxcaltecas.

En primer lugar, es importante tomar en cuenta que los gobernantes de esta confederación de altepetl no se entregaron a los españoles. Al principio consideraron a los recién llegados como una amenaza a su independencia, que habían mantenido durante más de medio siglo frente a constantes ataques mexicas, pese a una prolongada y cruenta relación de guerra florida y al bloqueo comercial que los privaba de importantes bienes de consumo y alimentos. A la vez, los reconocieron como una oportunidad de romper este asedio asfixiante y de debilitar o incluso vencer a sus enemigos de México-Tenochtitlan. Debido a esta ambigüedad, los tlaxcaltecas optaron por una estrategia dual. Por un lado midieron la fuerza de los desconocidos y probaron si era posible vencerlos por las armas, haciendo que los vasallos otomíes, que se contaban entre los guerreros más fieros de Mesoamérica, atacaran a los españoles en una batalla que duró varios días y que casi acabó con ellos. Al mismo tiempo abrieron canales de negociación diplomática con ellos, enviando embajadores a ofrecerles alimentos y armas.

La solución final a este dilema no se debió a ninguna victoria española, producto de una supuesta superioridad tecnológica o cultural, sino a la disposición reiterada de los invasores a recurrir a la violencia más extrema. Al cabo de varios días de combates, cuando la situación se volvía insostenible para su tropa, Hernán Cortés realizó una serie de incursiones nocturnas contra los habitantes civiles de las poblaciones cercanas. Al día siguiente del más cruento de estos ataques, los gobernantes tlaxcaltecas se presentaron en el campamento español a ofrecer una alianza con los recién llegados. Como ninguna historia de Tlaxcala menciona la batalla, tampoco contiene una explicación de esta decisión crucial. Podemos suponer, sin embargo, que cuando los españoles rompieron las reglas de la guerra mesoamericana, al realizar ataques nocturnos a mansalva contra una población civil indefensa, los dirigentes concluyeron que eran demasiado violentos y peligrosos, por lo que era mejor pactar con ellos para evitar nuevos ataques y, sobre todo, para dirigir esa violencia incontrolable contra sus enemigos. El pacto no significó que los de Tlaxcala se subordinaran a los invasores y a su programa político militar; por el contrario, aprendieron rápidamente a manipular las ambiciones y los miedos españoles para lograr que Hernán Cortés y sus hombres cumplieran sus propios objetivos estratégicos.

Fue así como los orillaron a realizar la atroz masacre de civiles desarmados en octubre de 1519 en el importante santuario de Quetzalcóatl en Cholula, la enemiga acérrima de su altepetl. La noticia de este acto de violencia sin precedentes, un verdadero golpe de terrorismo religioso, benefició a los españoles al sembrar el miedo entre la población de Mesoamérica, y confirmar la violencia y el poder de sus dioses, particularmente Santiago Matamoros. Otra posible consecuencia es que invalidó cualquier identificación entre los españoles y Quetzalcóatl. Esto fue aprovechado por los tlaxcaltecas pues el violento santo español se consagró también como su protector y aliado. Seguramente, los otros pueblos indígenas aprendieron pronto que el poderío de los tlaxcaltecas residía asimismo en su relación con esta deidad temible, y en su capacidad más inmediata de dirigir la fuerza española contra sus enemigos y librar de ella a sus amigos.

A partir de fines de 1520 y hasta agosto de 1521, los tlaxcaltecas acompañaron y dirigieron a los españoles en la prolongada campaña contra sus rivales y enemigos principales, los mexicas, desmantelando sistemáticamente la compleja red de alianzas y conquistas que sustentaba su dominio. Esta larga campaña siguió en gran medida los protocolos mesoamericanos de la guerra y la política. Los españoles enfilaban sus fuerzas siempre contra los pueblos que sus aliados les indicaban y les daban la tradicional alternativa, unirse a ellos por las buenas o enfrentarlos militarmente, de acuerdo con la tradición bélica mesoamericana. En el primer caso, solían ratificar al gobernante local. En el segundo, tras la victoria militar era frecuente que lo sustituyeran con otro miembro de su linaje pero que les fuera leal, generalmente un pariente de aliados indígenas conquistadores. Es más que probable que en cada caso fueran los tlaxcaltecas, y otros aliados indígenas de los españoles, quienes se encargaron de las complejas negociaciones políticas y de las intrincadas maniobras dinásticas que se requerían. Desde luego Hernán Cortés niega siempre esta influencia y se atribuye estas decisiones, pero ya conocemos sus razones.

Después de la destrucción de México-Tenochtitlan, durante las décadas de los veinte y treinta del siglo xvi, los indígenas conquistadores, particularmente los tlaxcaltecas, fueron el sustento real y efectivo del nuevo régimen. En este periodo, los conquistadores españoles estaban enfrascados en constantes disputas internas y la distante Corona tardó en establecer las instituciones y fundamentos de su dominio colonial. Por ello, el continuado apoyo de los aliados en las campañas militares de conquista por todo lo que sería la Nueva España, y en la reconfiguración de la estructura política mesoamericana y lo mismo en el éxito del cristianismo, fue clave para que el dominio español pudiera mantenerse y no se colapsara.

No hay que olvidar tampoco que una de las instituciones claves del gobierno colonial sobre los indígenas, la república de indios, según las ideas de Jovita Baber, puede ser considerada una invención tlaxcalteca también, pues fue ese altepetl en el que se constituyó de modo voluntario y espontáneo el primer cabildo indígena de América y demandó a la Corona el reconocimiento de su gobierno propio en esos términos legales españoles. Así sentó un precedente que fue retomado y aprovechado por los españoles para gobernar a los demás pueblos indígenas. Por ello podemos decir que cuando los tlaxcaltecas mandaron a pintar el Lienzo de Tlaxcala, en 1552, menos de una década después del fin de las largas guerras de conquista que habían durado 20 años, no exageraban al presentarse como el centro del nuevo orden político que habían ayudado a construir.

 

Espero haber demostrado que la certidumbre aplastante que ha adquirido la victoria española no data de 1521, sino que ha sido producto de 500 años de historiografía e interpretaciones construidas dentro de la visión colonialista. No fue producto de una milagrosa victoria militar y política de Hernán Cortés, sino de procesos más largos y poderosos: la consolidación gradual pero implacable del régimen colonial que terminó por desarticular las redes de intercambio y poder que sustentaban a los poderes indígenas; la imposición violenta de la ortodoxia católica a lo largo del periodo colonial; la imposición igualmente intolerante de la lengua española y la cultura occidental en los últimos 200 años de la vida independiente de México.

Sin embargo, el futuro no explica el pasado. A lo sumo podríamos proponer que la imposición gradual y acumulativa de la dominación colonial española, el debilitamiento de los mundos indígenas por las epidemias, la desarticulación de sus redes económicas, políticas y productivas y la integración irreversible de la Nueva España a las grandes redes comerciales y sociales de la primera globalización eran un futuro posible, pero no el porvenir deseado por Hernán Cortés y sus hombres entre 1521 y 1541. Los conquistadores y el propio Hernán Cortés murieron frustrados por no haber recibido las recompensas y riquezas que creían merecer y, sobre todo, porque el régimen señorial racista que querían establecer en tierras de indios —una especie de fantasía neofeudal en que ellos y sus hijos gobernarían sobre sus siervos indígenas durante generaciones— fue sustituido muy rápidamente por las estructuras centralizadas de la Nueva España.

Al mismo tiempo, deberíamos reconocer que las acciones de la Malinche también podrían apuntar a un porvenir potencial y deseado por ella, una salida que la intérprete indígena esclava pudo haber imaginado para sí misma y para su mundo, como propone Camilla Townsend. No podemos conocer estas expectativas porque a las personas de su origen étnico, de su género y de su condición social, no se les ha reconocido nunca la capacidad o el derecho de enunciar un futuro propio ni en el mundo mesoamericano ni en el español, ni en el siglo xvi ni en el xxi. Pero su triple marginación, de género, de clase y de situación social, no significa que sus acciones carecieran de horizonte y de intención. Negárselo sería un nuevo acto de violencia racista, de género y social.

En contraste, no nos puede caber mucha duda de que Tlaxcala protagonizó la gran guerra mesoamericana de 1519-1541 con el objetivo firme de convertirse en un nuevo centro político y religioso en Mesoamérica, en la sucesora de México-Tenochtitlan, como se presenta claramente en el Lienzo de Tlaxcala. Que ese destino no se haya cumplido cabalmente es otra historia y no explica ni invalida las decisiones y las acciones de los tlaxcaltecas durante estos años fatídicos. Si no escamoteamos a Hernán Cortés sus méritos a partir de la premisa de que el futuro que él avizoraba para sí mismo no se realizó, no lo debemos hacer con los tlaxcaltecas. Tampoco debemos dar por supuesto que los indígenas en general dejaron de tener futuro y se convirtieron en puro pasado a partir del 13 de agosto de 1521, como pretende la historiografía nacional mexicana a la luz de su imaginaria derrota.

En suma, las acciones de los diferentes conquistadores, indígenas o españoles, estaban orientadas a sus propios futuros, enunciados o no, y esos porvenires, contrarios y plurales, han sido cumplidos parcialmente, negados en parte y modificados mayormente en los siguientes siglos. Sin embargo, no han sido extintos, aún hoy iluminan nuestra percepción de ese pretérito y lo vuelven inseparable del presente. La presencia de estos futuros no cumplidos pero tampoco abandonados, siempre llenos de potencial para explicar el pasado y el presente, no dejan que los eventos de lo que llamamos Conquista de México se vuelvan realmente pasado, que queden atrás de manera definitiva. Aun ahora, que se cumplen 500 años de los hechos, se pueden todavía buscar respuestas diferentes e imaginar porvenires distintos para poder mejorar nuestro pasado y volver a imaginar nuestro futuro.

El concepto de conquista

Mi última reflexión se centrará en el concepto mismo de conquista y su largo éxito en nuestra historia política. Podemos proponer que se trata de una combinación del concepto europeo medieval de conquista, en particular el ibérico, vinculado a la guerra religiosa con los musulmanes, con el concepto mesoamericano de tepehualli, en náhuatl, o tepewal, en maya quiché, una victoria militar vinculada también a una guerra sagrada. En ambas concepciones resultaban claves el uso espectacular de la violencia y la intervención explícita de las deidades acompañantes de los guerreros victoriosos, Santiago Matamoros para los cristianos, Huitzilopochtli para los mexicas o Camaxtle para los tlaxcaltecas. La interacción entre los españoles y sus aliados dio un nuevo alcance a este concepto intercultural al vincularlo con la guerra total que inventaron los españoles y los tlaxcaltecas entre 1519 y 1522. Así se convirtió en el fundamento de una estructura de poder centralizada y vertical sin precedentes en la historia meso­americana y dio pie al más prolongado periodo de paz en la historia de nuestro país, los tres siglos del periodo colonial.

Sin embargo, creo que hemos sobreestimado el carácter cruento de este acuerdo entre los pueblos indígenas y los españoles, tal vez porque esa violencia brutal y espectacular sirve, una y otra vez, para confirmar la superioridad española y la derrota indígena. Por eso 500 años son tiempo suficiente para que exploremos otra posible interpretación del concepto y de lo que sucedió entre 1519 y 1541.

En esta visión alternativa se debe enfatizar, en primer lugar, la importancia de las alianzas, la diplomacia, el intercambio cultural y la comprensión mutua, entre los factores que llevaron a la construcción de una nueva legitimidad política compartida entre españoles y mesoamericanos. Para hablar en los términos construidos por la memoria tlaxcalteca de la Conquista, hay que reconocer el papel fundamental de la Malinche, encargada de tender los puentes y negociar los acuerdos que construyeron el nuevo mundo.

También es importante reconocer la capacidad que han tenido las y los mesoamericanos, como en el caso de los indígenas conquistadores, para incorporar a los españoles a sus redes sociales y culturales, para adaptarse a las nuevas realidades, para aprender lo que los europeos y los africanos tenían que enseñarles, para interpretar lo que aprendían de acuerdo con sus propios cánones, para cambiar y transformarse sin por ello subordinarse ni desaparecer en sus particularidades. Es gracias a estas habilidades, muchas veces sorprendentes, la mayor parte de las veces ignoradas o negadas, que siguen teniendo futuro propio en este siglo xxi. También debemos reconocer e investigar mejor las maneras en que los españoles y sus descendientes han cambiado, se han dejado penetrar por el mundo mesoamericano y han sido domesticados por los mesoamericanos. En suma, debemos dejar atrás las narrativas colonialistas y purificadoras que les impiden reconocerlo, reconocerse por miedo a perder su poder y su imaginaria superioridad. No sé si eso podría llamarse una reconciliación, de lo que estoy seguro es que servirá para que reconozcamos nuestra deuda con la Malinche, con los conquistadores indígenas y con el futuro que imaginaron y en el que hoy vivimos también, aunque no lo sepamos admitir.

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